martes, 11 de marzo de 2008

Otra razón para ordenar delivery

-Tengo hambre.
-Te hago un sandwich ahora.
-No, no es para que me hagas un sandwich. Yo me levanto ahora a hacerlo.
-¿No quieres que yo te lo haga?
-No, no tienes por qué hacerlo.
-Ah.
-¿Tienes hambre? ¿Quieres un sandwich tú también?
-Enseguida me levanto y hago sandwiches para los dos.
-No, yo lo hago.
-Yo lo hago. No me molesta.
-Pero yo fui el de la idea. Es justo que yo-
-Entonces no quieres que yo lo haga.
-No es eso…
-Bien, no lo hago.
-Está bien, hazlo.
-No, en serio, si no quieres que yo lo haga…
-No es que no quiera que tú lo hagas, es que yo fui el de la idea.
-Pues vete a hacerlo.
-¿Quieres uno?
-No.
-¿Estás molesta?
-No, no.
-Esta bien, no hago un carajo.
-Haz lo que te dé la gana.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Feliz día

-…pues yo siempre le compro camisas, y él se las pone, pero este año decidí regalarle algo que de verdad le guste-
(las dos a la vez)
-¡Un libro!

(Oído al pasar)

No quisiera hacer una tormenta en un vaso de agua, de verdad que no. A mí toda esa caca cursi de San Valentín siempre me dio náuseas, y mis jevas anteriores lo entendían. A Debi le parecía, y cito, “una farsa más de las multinacionales para quedarse con la miseria que uno gana”. A Janet le gustaba, pero decía que le daba igual… siempre la invitaba a dar una vuelta, sin embargo. La sarcástica de Gina apenas aguantaba ver los corazones de cartón colgando en todos sitios. Cuando conocí a Mili, sabía en lo que me estaba metiendo: la primera vez que la vi, tenía puestas dos antenas con copos de nieve en las puntas. Con ella, me encontré haciendo cosas, yendo a sitios y frecuentando tipos de gente que ni en mil años-luz me hubiera imaginado. Comencé a ir a la playa, me empezó a gustar el Náutica (que siempre me olió a colonia de chulo caro) y me hice tan adicto a Volcom que ya no me quedó espacio en los cristales del carro para las pegatinas. Claro que al viejo, con todo lo asceta que es, tuve que inventarle que era cosa de Mili. La gel, La Gran Vía, las Ray Ban de 160 dólares, todo quedó como cosa de Mili en casa. Debo confesar que espero con impaciencia los sábados de fin de mes, cuando Mili cobra y separa un dinero para gastarlo en el mall. Me gusta cargarle las bolsas, verla escoger los tops, ayudarla a combinar, para luego vérselo puesto dos o tres días después. Me he vuelto un poco distinto al que era, y miento si digo que sigo leyendo como antes.

A Mili le gusta que le hable de literatura; aunque es de Relaciones Públicas, descubrí una sensibilidad en ella poco común hacia las artes narrativas. Siempre le regalaba libros para cumpleaños, Navidad, San Valentín. El último sábado de enero, noté que se quedó como bruta contemplando una cartera Jimmy Choo, imitación, por supuesto, pero bastante llamativa, roja, trabilla de metal con el monograma, llave del zíper tamaño jumbo. Costaba sesenta, y era eso o los zapatos, así que la tuvo que dejar. Luego volví y se la compré, pensando que la sorprendería positivamente no tener que deprimirse otra vez con Yourcenar o Günter Grass por “estar bien” conmigo. Ese sábado examinamos varias camisas marca Element. Me gustó una, que venía en marrón y en azul, y pensé que entendió mis traslúcidas indirectas.

Hace poco, hice un examen de conciencia y me encaré en el espejo con varias verdades que me dormían adentro. Acepté que Yourcenar me parece un mega tostón, que mis anaqueles se desbordan de libros que no he terminado, y que me metí a estudiar literatura por seguirle los pasos al viejo, además de que a las jevas les encantan los tipos que les citan a Bataille entre miradas sugerentes.

No debí hacerlo, pero quería saber si era azul o marrón, para combinarla con el mahón. Leí en GQ que el azul oscuro con mahón oscuro es aburrido, lo cual me parece, no sólo razonable, sino irrefutablemente lógico, ya que no resalta ninguna de las dos piezas. Ayer, en la gasolinera, le pedí a Mili que me comprara unos fusibles para el carro y le rebusqué debajo del asiento. Honestamente, pensé que Memorias de Adriano, de Yourcenar, no venía en versión anotada, y para mi mala estrella…

Repito: no quiero hacer una tormenta en un vaso de agua. De cierta manera, aprecio su regalo y todo, entiendo por qué lo hizo, y la amo muchísimo más por eso, pero ahora no sé qué carajo me voy a poner el viernes con los cargos nuevos, y eso me tiene de pésimo humor.

jueves, 24 de enero de 2008

La guerra de los hornos

Para Reinaldo Arenas, por La loma del ángel, que era lo que leía por aquellos días en que me inventé esto.


Un estudiante de 20 años de traslado se encontraba, el primer día de clases, en uno de los vestíbulos de su nueva alma mater, completamente desorientado. Vio el letrero que anunciaba "Biblioteca" a su lado y decidió pegar un SOS en el mostrador. La estudiante asistente no lo pudo ayudar con su dilema. El bibliotecario de turno, algo empático, lo hizo pasar, “por hoy”.

El estudiante de traslado entró a calentar su comida en el horno microondas de los empleados. El dilema se repitió en aquel sitio con una frecuencia incomprensible, con otros estudiantes de traslado, otras loncheras, otros bibliotecarios y otros resultados, naturalmente. Por unas dos semanas, el SOS, “¿dónde está el lounge de los estudiantes?” ocasionaba, ocasionalmente, la pregunta “¿debe existir un lounge para estudiantes?” luego de la risita reprimida, al igual que otras: ¿de dónde sale el súbito interés en traer comida? ¿Razones de salud? (dada la calidad dudosa de los alimentos del centro de estudiantes) ¿Por razones económicas? (dado el costo de dichos alimentos de calidad dudosa). Y bueno, ya que no hay microondas disponible en el lounge de estudiantes, ¿qué se puede hacer?

Dejemos al hada volar.

Supongamos que el estudiante de traslado en cuestión fue sagaz. Sabiendo que existían mecanismos a los cuales recurrir en caso de una situación semejante, decidió acudir con su pedido al consejo de estudiantes de su facultad. El presidente, luego de sacar su pizza del horno, lo meditó por unos segundos y le respondió que era una petición sumamente interesante, y que levantaría el punto en la próxima asamblea. Por su parte, reflexionó, ¿sería posible que él, el estudiante de traslado, se encargara de reunir a varios compañeros que compartieran su inquietud? El estudiante aceptó de buena gana y decidió separar espacio en su agenda para escribir una petición formal a la administración y reunir firmas. Una de las miembras del consejo, que hacía fila para calentar su sandwich, le indicó que existía un horno de microondas para uso de los estudiantes en la facultad de Derecho, que no sabía si la podrían usar los estudiantes de otras facultades, pero que no perdía nada con preguntar. Otro miembro, que acababa de retirar su arroz con corned beef, tomó nota mental para mencionarlo en la reunión con la otra organización a la cual pertenecía.

Ese miércoles, los compañeros se mostraron muy interesados en el planteamiento. Cada uno donó diez dólares, y el jueves por la mañana, salieron a Topeka a adquirir un horno de microondas económico, que procedieron a pintar de rojo con una franjita negra y blanca cruzándole la puerta, para que representara adecuadamente la organización. Después de invitar a uno de sus ex miembros más ilustres a que le echara su bendición, le pusieron “El Horno Del Bien Común” y lo instalaron en el vestíbulo de una de las facultades. Pronto recuperaron los gastos cobrando medio dólar por “calentada” y de paso, distribuían literatura y recogían firmas para distintas actividades y causas.

A pesar de los frecuentes roces con empleados de mantenimiento y de la administración, que insistían en que se estaban robando la energía eléctrica, El Horno del Bien Común fue todo un éxito, tanto que los miembros de una de las organizaciones rivales, indignados por la “impunidad” con la que aquella organización, a sus ojos, hacía y deshacía en aquella universidad, suspendió brevemente su campaña electoral para adquirir, con donativos, un horno microondas más grande, que pintaron de royal blue y bautizaron con el título de El Horno del Progreso, a .25 la calentada. Los estudiantes, encantados con los dos hornos y la subsecuente disminución de las filas para calentar el almuerzo, dejaron cada vez más de comer comida de tercera en el centro de estudiantes, para placer de la que escribe.

La tercera organización, al constatar que tanto el Horno Del Progreso como el Horno Del Bien Común estaban teniendo ganancias respetables que ayudaban a adelantar las agendas de sus respectivas organizaciones, reunió dinero a su vez y adquirió, a plazos, por supuesto, un horno microondas de tamaño mediano, que denominaron el Horno Del Progreso Común. Lo pintaron de rojo encendido y le colocaron un sombrero festivo encima. Otros estudiantes, descontentos por no sentirse representados por su almuerzo, compraron otro horno, ni grande ni pequeño, le dejaron su color original (blanco) y le pusieron El Horno Apolítico. El Horno Apolítico, sin embargo, tenía su desventaja, y era que la calentada costaba un dólar (alegadamente para beneficio de las artes), y por tanto, no resultaba tan accesible.

 El estudiante de traslado contemplaba un poco pasmado, petición en mano, los resultados indirectos de su gestión. Los empleados de mantenimiento y de la administración, desesperados por el gasto de energía y la proliferación de hornos y filas de estudiantes con loncheras y fiambreras de todo tipo, cortaron la electricidad en los vestíbulos principales de las facultades. Los estudiantes que usaban sus laptops en estos lugares, inundaron la oficina de la decana con quejas. La cuota de uso de facilidades y de tecnología se puso en entredicho una vez más. Los intereses particulares de las organizaciones se hicieron patentes, un poco más patentemente. El Consejo de Estudiantes, por otra parte, no se ponía de acuerdo sobre qué posición tomar, ya que no podían encontrar tiempo para discutirlo, entre los continuos puntos de orden y las discusiones por el uso del micrófono.

Finalmente, el estudiante de traslado consiguió que una amiga le calentara el almuerzo en el hospedaje, y desde entonces dejó de preocuparse por el desenlace de aquellos eventos.

jueves, 3 de enero de 2008

1702

En 1921, Kirk Moore, el hijo de un corredor de bolsa de Filadelfia, se aventó al vacío desde una ventana del cuarto 1706, en el piso 17 del entonces joven y muy poco descuidado Hotel Pennsylvania de Nueva York, que llevaba dos años de fundado. En la ventana se encontró su sombrero. En el escritorio de la habitación había un cigarro aún encendido y una nota, escrita en el papel timbrado del hotel, que decía: “Pienso que es Hilly. Siento que mi cabeza actúa tan extrañamente. Algo se partió. Pienso que fue esta mañana. Pero amo a Hilly.” Hilly, dice la noticia, era el apodo de su esposa. Dentro de sus pertenencias, se encontró una foto sin fecha de una joven vestida de novia, así como varios documentos que proveyeron información para identificar y disponer de su cuerpo: una carta de su madre, que se encontraba con su marido veraneando en Catskill, una carta de la compañía en donde trabajaba y una dirección de contacto en caso de emergencia. El encargado del mostrador se lamentaba de no haber prestado atención cuando Moore le pidió un cuarto “en el piso más alto disponible”.

Cayó como un meteorito (si me disculpan la figura un poco manoseada) justo en lo que es hoy la entrada de Penn Station, sede también del Madison Square Garden.

A las dos de la mañana, a cuatro cuartos de su habitación, me preguntaba obsesivamente por qué Nueva York apenas tiene fantasmas. ¿Tal vez porque su agresivo mercado de bienes raíces les disgusta?

miércoles, 2 de enero de 2008

A través del espejo



Waltercio Caldas, "The Light in the Mirror" (1974) Museum of Modern Art. Con esta servidora de fondo.

"Let's pretend there's a way of getting through into it, somehow, Kitty. Let's pretend the glass has got all soft like gauze, so that we can get through. Why, it's turning into a sort of mist now, I declare! It'll be easy enough to get through --'"

- Lewis Carroll, Through the Looking-Glass

viernes, 7 de diciembre de 2007

360

Primero, silencio.
Un cuadrado violáceo unido en punta a otro azul
formando un 90x4 exacto
de un glorioso azul eléctrico.

Primero, silencio.
Un leve rumor de hojas.
Hojas de sonido que se afina como cuchillas
hasta llegar a la exactitud
que circunda el golpe de un cimbal contra otro.

Primero, silencio.
El azul eléctrico -parecido al cielo nocturno
ocho minutos antes de las ocho-
se enciende en grietas claras de luz
y comienza su propio consumo en lenta retirada.

Primero silencio, antes del ligero movimiento inicial.

domingo, 28 de octubre de 2007

El monolito, primera parte


(Este cuento fue publicado en Paxtiche, una revista online que ya no existe.)

En la novela 2001: A Space Odissey, una desinteresada cultura extraterrestre decide que ya está bueno de tener pedazos de roca flotante por ahí, albergando formas de vida demasiado simples, y coloca, en algunos planetas, un misterioso aparato capaz de detectar inteligencia. Este aparato (un monolito llamado TMA-0), que parece uno de los bancos de la estación del Tren Urbano de Río Piedras semienterrado en la arena, parece suscitar una atracción irresistible en algunos simios (Homo-erectus) hambrientos y aburridos. Presas de sus ondas vibratorias, los simios comienzan a desarrollarse tecnológicamente: uno descubre que puede afilar un pedazo de piedra si lo golpea muchas veces con otra, otro descubre que puede consumir los antílopes medio inútiles que le obstaculizan el paisaje, etc. A Space Odissey postula que el TMA-0, ya no tanto mamá evolución, es el gran secreto del surgimiento y los éxitos del Homo sapiens.

Fast forward al siglo 21:

Cierta fundación caribeña se hallaba preocupada por la alimentación del Homo sapiens en proceso de educación secundaria. Decidió contratar a un artista con un sólido trasfondo en Ciencias Naturales para que diseñase un aparato que ayudara a dicho sujeto a tomar una decisión sabia respecto a su salud alimentaria, factor que, como ya sabemos, influye enormemente en el desempeño en los estudios.

El artista científico accedió al proyecto, con tres condiciones:

1. Su nombre no debía ser divulgado, salvo en ciertas publicaciones arbitradas y aprobadas previamente por la fundación.

2. El nombre de la obra (TMA-Feeding) tampoco debía ser divulgado, por razones de patente y seguridad (aunque se rumora fue por temor a demandas de plagio).

3. Nadie debía saber qué significaba la obra, ya que su efectividad, como el aparato que lo inspiró, dependía en un 77.6% de la ignorancia previa del sujeto sobre sus funciones.

La construcción del TMA-Feeding comenzó en los predios de un parque de pelota abandonado en la década de los setenta; hogar de un cráter que desafortunadamente se había tragado algunos jugadores y resistía relleno de todo tipo de material. Este parque se rebautizó con el afortunado nombre de “Parque del Centenario” (para conmemorar los 2,000 centenarios del Homo sapiens sobre la tierra) y se comenzó la construcción en algún momento indeterminado del 2002 (presumiblemente verano).

Posteriormente, se contrató una compañía independiente para monitorear y evaluar la conducta (durante cinco años) del Homo sapiens en estudios secundarios. Al cabo de los tres años, la compañía independiente rindió un informe de 3,543 páginas (y 27 anejos de gráficas), con resultados alarmantes. La tabla de progreso de los sujetos mostró un marcado descenso, no solo en los niveles de alimentación, sino también de conformidad civil. Esta noticia, sin embargo, no sorprendió demasiado a la administración de la universidad caribeña, que se había visto obligada a extender períodos de clases, aumentar la matrícula, demandar, sancionar y gastar un valioso 41.9% de su presupuesto en pintura color beige.

El monolito, segunda parte


El TMA-Feeding: ¿Fracaso?

Al increpársele sobre el alegado fracaso del proyecto, el artista científico declaró, desconcertado, que no había incurrido en errores de cálculo durante la construcción de los monolitos. Incluso, en vez de limitarse a uno, había diseñado trece de estos aparatos, uno para cada facultad y escuela, según los requerimientos alimentarios de cada grupo. El monolito de la facultad de Ciencias Naturales, por ejemplo, transmitía una necesidad de consumir grandes cantidades de café y el de Educación, (el último en la foto, cuya interpretación correcta es que se reclina para que lo trepe un niño), galletitas de animales.

Nuevamente se contrató la compañía independiente para que hiciera un análisis detallado de la composición orgánica de la tierra del parque de pelota alrededor de los monolitos, del aire alrededor del área y de la flora adyacente, para determinar cuál era el problema. Seis meses después, la compañía sometió un segundo informe exhaustivo de 1,746 páginas (y 14 anejos de gráficas), donde demostraba, sin lugar a dudas, que las ondas vibratorias estaban siendo neutralizadas por las abundantes partículas de curry en el aire, procedientes de un establecimiento informal de expendio de comida, conocido popularmente como “La Carpa”, por la enorme lona que lo resguardaba del sol. Asimismo, algunos clientes, sospechando tal vez la función verdadera de los aparatos, tapaban con pintura en aerosol algunos circuitos vitales de los monolitos, disminuyendo su efectividad hasta en un 82.42222%.

La administración universitaria de la universidad caribeña decidió presentar sus disculpas en una carta formal al artista científico y removió con premura el establecimiento de expendio de comida. De igual manera, colocó un guardia para velar por la seguridad del aparato tecnológico, cuyo valor total asciende a las siete cifras.

Aún se espera por los resultados del tercer informe.

viernes, 17 de agosto de 2007

Virides

Siempre he sentido una fijación poco saludable por las plantas de mi abuela. Uno de los primeros regaños que recibí tuvo que ver con ellas. Hay una foto por ahí, de una niña de dos años, sentada en un andador, la mano metida en una de esas matas de interior cuyo nombre ignoro, un segundo antes de la catástrofe. Si le pidieran a mi abuela que describiera a su nieta de niña con una sola palabra, sería “presentá”. Y es que me gusta mirar el verde de las matas. No confundan mi obsesión con cierto sentido predestinado de ecopreservación. Solo sé un poco de plantas y debería reciclar más. Tal vez lo que afirmo es más común que llover, pero me siento mejor rodeada de verde.

Hemos asociado a los colores diversas ideas, conceptos, sentimientos y objetos, estados de ánimo e incluso propiedades curativas. El color verde no es la excepción. Verde es el color de la envidia (lo que los anglos han calificado de “green-eyed monster”). Verde es el color de la esperanza. Verde es el color del dinero, y por extensión de la filantropía, uno de los pilares de la sociedad capitalista. Verde es el color de los ambientalistas. Verde es el color de la Heineken, y por extensión, ya sabemos que cuando vamos a un pub y vemos a alguien con una en la mano, inferimos que probablemente le gusta el jazz y guía un Camry, o por lo menos, es la demografia a la que se dirigen esos anuncios chorreantes de euro-chic. El verde de las esmeraldas trae mala suerte, porque atrae el mal de ojo. Verde es el color de la absenta, que los brillantes poetas de la bohemia bebían como agua.

Y verde, finalmente, es el color de las hojas, de los árboles, de la jungla y de las botellitas de refresco que mi abuelo rompía para mezclar los vidrios con gravilla y así lograr que la escalera de la entrada de la casa luciera gotas verdes de luz.

“Virides” es la forma plural de “verdes” en latín. Para mí, la libertad también es verde.

viernes, 20 de julio de 2007

Punkorama

En el fin de semana estuve leyendo sobre Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols. Para quien no lo sepa (no tienen por qué saberlo, anyway) los Sex Pistols fueron una de las bandas de rock más importantes del movimiento punk inglés de los setenta, y su filosofía se puede resumir, un poco injustamente, en rebelión total y absoluta contra lo establecido (entiéndase “los valores hipócritas pequeño burgueses”). No obstante, la música punk es mucho más que una actitud/pose, es un estilo de vida, y Sid Vicious es considerado el epítome, el cénit/nadir de la esencia punk. Su vida breve, deliberadamente saturada, estilizadamente desordenada, recuerda mucho a las de los poetas románticos, los modernistas… con la diferencia de que Sid, atrapado entre fotográficos deseos ajenos, era más imagen que arte canónico. De acuerdo a Wikipedia, sus destrezas como bajista y como compositor eran extremadamente limitadas. Su arte era su pelo negro peinado en puntas, sus cadenas y vinilos, su eterna actitud de can enjaulado, la cara de nene bueno que, por contraste, se preserva en decenas de fotos.

En los últimos diez meses de su vida se lo veía constantemente acompañado de su novia, la fantástica Nancy Spungen, natural de Filadelfia, de familia judía. Pelo teñido de rubio platinado, labios gruesos y desafiantes, falda corta de cuero, se la apodó “Nauseating Nancy”, tal vez para denigrarla, pero el tiro les salió por la culata. A alguien que se llame Sid Vicious no le convendría una “Romantic Nancy”.