lunes, 9 de octubre de 2017

La guerra y la paz: de robles y de Puerto Rico

Tolstoi me está acompañando en este momento poshuracán. Por estos días le sigo el rastro a Bezújov, que vive buscando, buscando, aprendiendo. 

Hay extensa información sobre la hermandad masónica, a la que Bezújov termina perteneciendo. Algunas ceremonias e ideas místicas se explican con lujo de detalles; imagino que con el propósito de quitarle el aura de misterio, incluso siniestra, que perciben los no iniciados. Cuando Pierre y Andrei encuentran sosiego o propósito, ya sea en la religión o en actos de generosidad o sociales, me alegré con ellos. Incluso subrayé pasajes que me parecieron lúcidos o me recordaron eventos como el predicamento en el que nos encontramos ahora mismo en la Isla: muchos sin agua, sin luz y otros servicios básicos, sin comida, sin techo o sin la compañía de familiares y amigos, tratando de agarrarse a algo y esperando a que llegue un momento como este:
“Y sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiró el mismo árbol que buscaba. El viejo roble transformado por completo con sus ramas cubiertas de verde oscuro, se bañaba en la luz del sol vespertino, casi inmóvil y feliz. Ya no se veían sus brazos contorsionados, ni sus excrecencias ni la desconfianza y el dolor de antes. Nuevas hojas de verde tierno habían nacido pujantes de su dura corteza centenaria. Parecía imposible que de aquella ruina germinase esta nueva vida.” (513)

sábado, 7 de octubre de 2017

La guerra y la paz, de Liev Tolstói

El corre y corre y la sed insaciable de gasolina, las filas en el supermercado y en la gasolinera y en la fábrica de hielo, los accidentes automovilísticos en las intersecciones, los embotellamientos causados por presidentes muy poco presidenciales: en medio de este conflicto climático y bélico leo La guerra y la paz de Liev Tolstói. La había comprado hacía años, una edición de Planeta traducida muy bien al español y al fin me tocó apresar el tiempo para leerla entre espera y turno, sol y linterna de baterías.
Como sucede con las novelas rusas decimonónicas, leerlas es un peregrinaje. El mío fue, bien de pie o sentada, a medio metro por hora.
La guerra y la paz presenta una serie de personajes complejos y humanos; difícil no identificarse con uno o varios. El personaje que lleva la dirección de la trama es el oficial Andrei Bolkonski, un hombre ácido, arrogante, que quiere protagonizar su propia hazaña, idealista, perfeccionista; en cierto punto siente, sin embargo, culpa por su propia inflexibilidad. Su amigo, Pierre Bezújov, es un hombre dulce y tonto, ingenuo y genial, harto de la vida que lleva, hambriento de cambios y de conocimiento. Ambos interactúan de diversas maneras con la familia Rostov, que me recordó bastante las familias de la nueva ola en Puerto Rico: adinerados, aunque no demasiado; su hogar es el centro social del vecindario. Los hijos asisten a cotillones y fiestas para jóvenes de su edad y el padre es experto en preparar fiestas y homenajes a amigos y personajes importantes. El hijo mayor, Nikólai, es un chico superficial, intenso fanboy del zar Alejandro I. Vive soñando con el momento adecuado para acercársele y demostrarle su amor y entrega patriótica con alguna hazaña completamente irreal. Va a la guerra como quien va al cine, con un inmerecido título de húsar, y lo hieren en el brazo antes de darse cuenta de que debió haberle puesto más atención al training. Natasha, su hermana, es la chica perfecta, a ojos del autor: jovencísima, vivaz, enamorada de su propio rostro, voz y figura, ingenua, sincera y espantosamente aburrida de su entorno.
La épica trama se desarrolla en varios episodios bélicos intercalados con escenas domésticas, bailes, cenas, cacería y paseos en el campo: escenarios de “paz”. Sin embargo, la frontera entre el escenario bélico y el pacífico se diluye. Un baile de sociedad, por ejemplo, se convierte en una pugna entre bandos para determinar quién es más atractivo o influyente, o quién tiene más acceso al emperador. Un lecho de muerte escenifica una batalla por determinar quién hereda las propiedades del agonizante. Un momento aparentemente romántico entre dos jóvenes que comienzan a conocerse es una emboscada para lograr una oferta de matrimonio. De manera inversa, la estructura militar le proporciona a Nikólai un refugio donde puede respirar y ordenar sus pensamientos. Andrei se siente vivo, útil, en medio de la batalla y encuentra la paz mirando el ancho cielo, a la penumbra de la muerte. Pierre también encuentra razones para seguir existiendo entre disparos de cañón y fusil; incluso vuelve a la guerra para morir heroicamente, vestido de blanco entre los soldados, que se ríen y se preguntan unos a otros de dónde salió aquel loco.

viernes, 11 de agosto de 2017

Mitos de creación: Oryx and Crake




En un tiempo remoto, desgastado por la marcha de las horas, a Margaret Atwood se la leía en escenarios específicos. Si la leías, eras un(a) fiebrú(a) de distopías, género, historia, etc. Vuela la cabeza, por cierto, leer todos los títulos de los documentos y libros que revisó para escribir. Leí Alias Grace (1996) como parte de un curso de género y luego proseguí con The Handmaid’s Tale (1985) por recomendación de una amiga. Hoy día ya ambas historias son mainstream, gracias a las nuevas series que han realizado. Acabo de leer Oryx and Crake (2003), la primera novela de una trilogía (junto a The Year of the Flood y MaddAddam), de la cual también harán una miniserie pronto. 

A grandes trazos, la historia trata sobre los alcances de la modificación genética en la sociedad, que se ha convertido en un paraíso de gratificación instantánea. Se parece un poco a The Handmaid’s Tale: el personaje principal, Jimmy, como June, está atrapado en un mundo que nunca comprendió mucho y que ahora comprende menos. Las madres de ambos, además, son activistas: la de June marcha en contra de las leyes restrictivas, la de Jimmy, en contra de la modificación genética. Aunque es irredimiblemente ignorante con respecto de la sociedad y del mundo natural, Jimmy es elegido por Crake para permanecer vivo tras el apocalipsis, tal vez porque una particularidad suya lo hace idóneo para velar por las nuevas creaciones. 

La historia recuerda los mitos de creación. Por ejemplo, el del Popol Vuh, el libro sagrado maya. Los dioses Tepeu y Gucumatz crean los animales, pero desean hacer hombres que los adoren con palabras y cánticos, de modo que prueban con distintos materiales hasta que dan con el humano adecuado. Pues Glenn, un hombre que se hace llamar Crake, tiene un dilema similar: ¿cómo y para qué crear una raza nueva? Sin embargo, más que el afán de que le canten, afirma que lo impulsa el deseo de hacer una raza pacífica, aunque su amigo, Jimmy/Snowman, no le cree. Crake, piensa Snowman, nunca ha sido humanista o pacifista ni nada que se le asemeje. Crake quiere hacer hombres que no guerreen, que no deseen, que no digieran carne (pastan y aprovechan la abundante hierba), que sean resistentes a los rayos ultravioleta e inmunes a varias enfermedades (expelen su propio repelente de insectos). Además, están programados para morir a los treinta años, así se evitan todo el rollo de envejecer. 

El relato es gracioso y oscuro. Lo recomiendo mucho.

viernes, 28 de julio de 2017

Pero volvamos a

 …La Fan, por favor. Una noche en el carro, camino a casa, escuchábamos la versión de Bunbury de la canción Frente a Frente (2009). Recordé la versión que le había hecho la banda Circo en su disco Cursi (2007) y conecté mi celular. 

Algunas canciones tienen su mímica: quien haya sido adolescente lo sabe. Ponerle mímica a una canción no da trabajo, pero el arte se encuentra en hacerlo bien, no tanto que no sea over the top, desbordado, como ponerle suficiente pega histriónica a la canción. Por ejemplo, en un show de dragas, una canción sin mímica sería impensable para una artista que se precie. Si se quiere hacerla desbordada, es válido, pero hay que recorrer todos los pasos, como La Fan. Hay que subirse a la silla y canalizar a Bunbury, reinterpretarlo con el pelo y las pantallas y los gestos y los tacos, a un nivel que, cinco años después recuerdo, sonrío y pienso: ahí iba una chica encaminada.  

Un ejemplo glorioso es Letal (Miguel Bosé) en la película Tacones Lejanos, de Almodóvar. En esta escena interpreta una canción que, en la trama, cantaba el personaje Becky del Páramo cuando era joven, quien en ese momento la ve desde el público. 



Mi parte favorita, sin embargo, es cuando la cámara toma a tres travestis de fondo, que, al hacer la mímica con el perfecto arrobo de los fans, subvierten el tono dramático de Letal: las que imitan la que imita a Becky.

La mímica, por cierto, es el germen del camp.

martes, 25 de julio de 2017

...y me tapaba la escena

subiendo los brazos, flotando en la brisa de la música. Había venido al concierto con dos amigas que la veían, se reían y decían, déjala, está en su mundo. Durante un par de canciones se trepó en la silla a riesgo de partirse el cuello (estábamos en la parte más empinada del coliseo) montada sobre tacas altísimas. Tuve que ver a Bunbury allá abajo desde el arco de sus piernas, mientras ella elevaba el dedo índice como él, se remecía el pelo, desesperada, y se quitaba los abalorios, lo señalaba allá abajo con ellos, acusadora, y se los volvía a poner, cantando sobre los tacones del desprecio.

Se sabía todas las canciones coma por coma: las de Radical Sonora, las de Héroes, incluso las que probablemente habían salido antes de que naciera, las de solista. En las canciones lentas le daba sorbos a una cerveza antes de tirarse en la silla, ambas manos en el pecho, como si agonizara, y se recogía el pelo con una garrita para volvérselo a soltar cuando le atacaba el ansia metaespectacular. 

Y me volvía a tapar la escena, pero yo la miraba, entretenida. Tenía a La Fan de Bunbury al frente. Si hubiera podido costearlo, estoy segura, se hubiera ido a la primera fila a treparse sobre alguien y tratar de tocarlo por encima de los pellizcones. No es para menos. El tipo lleva mil años cantando pero su voz es real, nada de doblaje; la banda está coordinada como un reloj. Además, como su acólita, es todo un espectáculo histriónico en vivo. 

Zoé en el Choliseo
Tres años después me pasó algo parecido a aquel arrebato musical en el concierto de Zoé. Recordé a La Fan de vuelta a casa. Cuando llega esa canción, no te importa nada. Para ella eran todas; para mí, Deja te conecto y quince o veinte más de esa banda, pero si hay que elevar el dedo como Bunbury, se hace. Si hay que gritar la letra a pulmón, se hace. Si hay que alzar los brazos y dejar que la canción salga, se hace, porque en ese momento eres como diría Larregui en su estilo barroco scifi, receptáculo orgánico de ondas melódicas. Es tu canción y sabes que la banda vino esa noche a cantártela, que ese instante tal vez no se vuelva a repetir y que mejor te olvides del celular, que hay que vivir ese momento en vivo.   

miércoles, 7 de junio de 2017

Diez años de Virides

Hoy mi blog cumple una década. ¡Uéee!

Recuerdo el primer post que realicé. El verano siempre me deprimía porque todos se iban de viaje y me aburría como ostra en mi part-time. La universidad quedaba inerte como un largo minuto de silencio, brevemente interrumpido por el día de graduación. En 2007 los blogs personales estaban en su apogeo y llevaba ya varios años con deseos de hacer uno. En 2002 conocí una muchacha canadiense que tenía un blog muy bonito, diseñado por ella, llamado Luvliness. En él colocaba unos widgets de chicas espigadas cuyo código se podía copiar y pegar en blogs o websites personale. Pero para eso había que tener compromiso: no suelo comenzar un proyecto y abandonarlo a los pocos meses. No quería comenzar un blog y relegarlo al olvido al mes.

Los tiempos han cambiado. Los blogs personales ya no son cool. La gente se ha movido a las redes sociales: sígueme en Instagram, Twitter, TikTok, o en mi canal de YouTube. Yo no tengo ninguna: no estoy ya en el rango de edad, digo, aunque para tener followers no hace falta un estar en un rango específico de edad, sino interés.


Mi blog en 2012.
Virides siempre ha sido verde (excepto la vez en que fue blanco y negro, o rojo y verde) pero en 2007 parecía un blog de botánica, porque en el encabezado colocaba flores del jardín de mi abuela. Tuve que aprender a tomar fotos: las primeras eran desenfocadas, borrosas. La primera foto que publiqué era de la cámara de mi computadora. Echando a un lado las flores y mi amor por ellas, todos los elementos formaban parte de un estilo en desarrollo: un color, unas imágenes específicas, un nombre sencillo y breve, fácil de recordar. 

Siempre he dicho que es mi bebé. Hipólito, el transeúnte que ayuda a Damiana en la primera versión de esa novela que dejé inconclusa por ahora, diría que es mi artilugio. Diez años de andar trabajando en algo te da un vínculo especial con tu creación. Lo único que no hice fueron las tabletas del encabezado. El resto: los tags, la medida de todos los elementos, la paleta de colores, el layout, el Favicon (el cuadrito verde junto a la dirección física del blog) y claro, la verborrea errática, son míos.

No creo que dure diez años más. Tal vez su propia longevidad y falta de objetivo acaben con él. Mientras tanto, seguirá aquí, y yo con él, pa quien quiera venir.