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martes, 8 de marzo de 2016

Un viaje a los morrillos



Miraba la calle, enganchado en la ventana. Hacía rato mami me había dicho que no comiera ansias, que iba a llegar pronto, pero yo no podía esperar más. Se iba a hacer tarde; ya eran las siete de la mañana. Al fin, el carro apareció por la esquina. 
-¡Ya llegó, ma!  -Fui donde ella, le di un beso de despedida y avancé corriendo hacia la puerta.
-Tu bulto, coge tu bulto.
Volví y recogí mi bulto. Mami abrió la puerta y dejó pasar a papi, que me dio un abrazo. En lo que él saludaba a mami y hablaba con ella, me fui al carro. Conecté mi ipod y puse mi disco favorito. Mi papá y yo habíamos hablado mucho de este viaje, pero no habíamos podido ir. Siempre salíamos a sitios que quedaran cerca porque él trabaja mucho en el taller; después de la semana, solo quiere descansar, pero decidió coger un par de días libres. La semana anterior me llamó y me preguntó si quería ir este fin de semana al faro de los Morrillos, en Cabo Rojo. Yo le dije “ya estoy haciendo el bulto, ¿y tú?”.
Cuando papi se montó, bajó el volumen del radio.
-Caramba, Yansel, esa música parece que me va a explotar el carro.
-Es Steve Aoki, papi, no seas charro.
Él se echó a reír y me dio un mapa.
-Toma, lee este mapa. Cuando estemos saliendo de Mayagüez, me vas a guiar.
Nos detuvimos en una panadería a desayunar y subimos a la 22. Pasamos la tienda de donas con su letrero y más adelante las montañas de Vega Alta y Vega Baja. Yo me vacilaba a papi, como siempre.
-Mira, Avenida Trío Vegabajeño, tu música.
-Bueno, lo prefiero al coro de ambulancias ese que tú oyes.
Pasamos Barceloneta, con su amplio valle. Pasamos Florida y las farmacéuticas; Hatillo, con las vacas; Arecibo y sus plantíos; Camuy, “la ciudad romántica” (y más vacas); Quebradillas y sus murales; Aguadilla y su aeropuerto; Isabela, con sus paisajes de película, Aguada, con su central Coloso y Añasco y sus picos, las playas, el sol y las nubes de salitre a lo lejos. Bajamos por la carretera número dos hasta Mayagüez. Cuando pasamos por el recinto de la universidad, papi me dijo: “mira, yo estudié ahí” y me volvió a contar de cuando se hospedaba en el pueblo y del corillo con el que cogía clases. Le avisé cuando vi la salida a Cabo Rojo, para que no se le pasara. 
 En la carretera número 100, conectamos con otra, larguísima: la 301, que pasaba cerca de fincas y de barrios rurales. No se veía la orilla del mar. Pensé que me había equivocado al leer el mapa, pero encontramos más adelante un letrero que decía “ruta para el Faro de Cabo Rojo”. Atravesamos una reserva forestal y unas salinas. Era un paisaje extraño: la orilla, con follaje verde, arbustos de uva playera y, más adelante, pequeños montones blancos y rosados a la orilla del mar. Cuando llegamos, eran casi las diez y media de la mañana. Estacionamos en el camino de tierra, nos pusimos las gorras y nos fuimos caminando con los bultos. Llegamos hasta una sección del camino que estaba cerrada con una valla, donde había como doce personas esperando. Papi preguntó si se podía subir. Una señora cargada con un bulto azul gigantesco le respondió: “Se puede, pero hay transporte; si quieren, esperen.”
Íbamos a subir a pie, pero en esos momentos la guagua bajó. El chofer abrió las puertas y saludó a todos los que subíamos. Cuando todo el mundo estuvo acomodado, el chofer nos dio la bienvenida y nos dijo:
-Vamos a subir hasta el faro de los Morrillos, allá arriba en la montaña. Queda justo encima de aquel cerro. –Señaló el monte a lo lejos. -El tramo es corto. Yo los dejo justo frente al faro, pero voy a virar la guagua en el borde para bajar otra vez. Si quieren ver el precipicio de cerca, no se bajen frente al faro,  quédense en la guagua y yo los paso justo por el borde del precipicio. Yo paso lejos, pero por lo alto de la guagua, va a parecer que estamos justo en el borde.
La señora del bulto azul preguntó: “¿No es peligroso? Ay, yo creo que me quedo frente al faro.” La niña que la acompañaba le dijo: “Pero titi, si no va a pasar nada. Yo me quiero quedar a ver el precipicio.”
Atrás, alguien comenzó a cantar: “¡Precipicio, precipicio!”.
Papi tenía cara de que se quería quedar también frente al faro, pero me dijo: “Está bien.”
La guagua subió por el camino polvoriento. Brincando en los asientos, le tomábamos fotos al faro desde lejos y a la orilla del mar, a la gente y a todo lo que se moviera. Al llegar, la guagua se detuvo frente al portón. Bajaron cinco personas y la niña logró convencer a la tía de que se quedara. El de atrás volvió a gritar y todos comenzamos a cantar con él: “¡Precipicio, precipicio!”. La guagua cerró las puertas y todo el mundo aplaudió. Comenzamos a subir por la cuesta pedregosa. El chofer nos dijo: “Péguense a ese lado.”
Todos nos movimos al lado derecho de la guagua. Aplasté a papi contra el cristal. La guagua pasó por el borde y todos comenzamos a gritar como locos. Parecía que flotábamos por encima del barranco. La señora del bulto azul era la que más gritaba, pegada contra el cristal. La guagua dio la vuelta y volvimos al faro. Todo el mundo bajó dándole las gracias al chofer.
Ese día visitamos el faro, caminamos por los alrededores y nos sentamos junto al precipicio a ver las olas que chocaban contra el morrillo. Más tarde bajamos por un sendero angosto a Playa Sucia a coger sol. Sin embargo, lo que recuerdo más de aquel viaje es sentir cómo flotaba sobre el mar, pegado al cristal.


martes, 23 de febrero de 2010

Ñak y el ídolo

En su largo viaje a lo largo del estrecho sendero, Ñak encontró un ídolo semisepultado entre la maleza. Parecía un objeto hecho de piedra, aunque brillaba demasiado como para estar hecho de algún material rocoso que él hubiera conocido. Reproducía una figura semejante a él, sólo que un poco más grande, en un gesto de abrazar o matar. En su mano izquierda empuñaba un afilado cuerno de marfil y en la derecha un redondo cuenco de agua.

Ñak pasó sus dedos por la superficie lisa de la imagen, porosa ya por los siglos de agua. Inmediatamente sintió una enorme atracción hacia aquel objeto. Después de verlo, nada existió que le importase más, ni siquiera la posibilidad de encontrar más adelante tierras cálidas donde cazar aves y peces, o una mujer con quien tener muchos bebés. Tomó su hacha y desyerbó alrededor del ídolo. Tomó la misma hierba seca que había apartado y se hizo un lecho al lado de la estatua.

Cada mañana, cuando se levantaba, Ñak se sentaba frente a su ídolo y lo contemplaba durante horas. Ahí se quedaba hasta el anochecer, cuando, al hacer la fogata, se acordaba de que tenía que comer y procuraba buscar algunos frutos que crecían cerca, o tal vez alguna liebre silvestre o ave que pudiera cazar sin apartarse demasiado de aquel pedazo de maleza. Bebía del agua de lluvia que caía en el cuenco del ídolo. Siempre dejaba la mitad de su comida a sus pies. Ocasionalmente pasaban a su lado otros, que como él, emigraban a tierras más cálidas en busca de alimento. El cubría su ídolo con algunas ramas para que no lo vieran. Le daba celos de que alguien posara su mirada en aquel objeto que había encontrado. Sentía que el ídolo era suyo desde mucho antes de haber comenzado a existir, y que había estado allí, oculto en la maleza, esperando a que lo desenterrara.

Una tarde, se dio cuenta de que el viento se había vuelto frío, afilado como su hacha. Sus pieles apenas le daban para conservar el calor. Hizo una enorme fogata y trató de mantenerla viva todo el día, mas no dejaba de tiritar. Sabía que pronto el viento traería agua, hielo. Buscó unas enredaderas. Trenzó una gruesa cuerda con ellas. La torció en torno al ídolo y haló para arrastrarlo consigo. Sin embargo, por más fuerza que aplicó, no pudo moverlo siquiera. Buscó unos troncos y los puso delante del rostro ausente. Trató de empujarlo hacia los troncos para hacerlo rodar, pero el ídolo parecía clavado en la tierra.

Ñak trató de moverlo de muchas maneras distintas. Trató de excavar con su hacha para sacarlo de su lugar, pero la rompió en el intento. Extenuado, se dejó caer frente a su ídolo y le pidió perdón, una y otra vez, hasta que llegaron, bramando, el hielo y la neblina. No paraba de contemplarlo, para grabarse su imagen en la cabeza y poder verlo cada vez que cerrara los ojos. Esa fría tarde aprovechó los últimos rayos del sol para cubrirlo con la yerba nuevamente. Dejó a los pies del ídolo su hacha rota y prosiguió su camino.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Hombres de madera


Para Alex, por las conversaciones

Al instante fueron hechos los maniquíes construidos de madera;
los hombres se produjeron, los hombres hablaron;
existió la humanidad en la superficie de la tierra.[…]
No tenían ni ingenio ni sabiduría […] Solamente un ensayo,
solamente una tentativa de humanidad.
--Popol Vuh


El día parece un río. El cielo está arropado de nubes desde ayer. Corren vetas de agua por los ventanales de cristal de las oficinas de los gerentes. Se anuncian inundaciones en la radio clandestina del cubículo de mi vecino.

Mi pie se siente extraño. Me dio un intenso hormigueo esta mañana y no lo he sentido desde entonces. Media hora atrás, comencé a sentir su peso con cada vez más intensidad. Dejo de teclear por un momento y halo la silla hacia atrás, inclinándome para ver mejor. En la penumbra bajo la mesa, mi pierna, desde la rodilla hasta la punta del zapato, parece estar esculpida en caoba. La toco. Paso mi mano por su superficie pulida. Es madera. Hago la prueba, le doy vueltas. Es de rosca. La saco, sintiendo un poco de orgullo por mi pierna. Cuando llegue a casa, pienso, averiguaré la manera de esculpir algo, tal vez un cenicero, o una vasija, de ella.

Pero por ahora, a trabajar. Abro otro cartapacio azul y hojeo los delgados papeles en blanco. Me distraigo por un momento con el rumor de papeles y los cuchicheos en el pasillo. Son expedientes antiguos, cuya información debo ingresar a la base de datos. Se supone que vamos año por año. Ya estamos en 1916. Nadie ha advertido aún, sin embargo, que dentro de los cartapacios, los papeles amarillentos no están. Hay papeles, pero están en blanco; las etiquetas no indican nada, las pegatinas de colores son solamente eso, pegatinas de colores, no tienen números, los sellos son círculos vacíos, sin fecha, y yo me he resignado.

Al final, decidí complacerles y aceptarlo. Admito que era algo que me desconcertaba al principio, incluso me repugnaba, pero no me van a etiquetar como inconforme, el rebelde sin causa de la compañía, sólo porque los papeles no digan nada. Tecleo, al azar, letras. Ése es mi trabajo. Luego envío de vuelta los expedientes a Archivos, para que los destruyan, y al final del día, copia del documento digitalizado por la red, a Sistemas. El supervisor de mi sección me envió un mensaje ayer, felicitándome por la calidad superior de mi mecanografía.

Esta semana me he atrasado un poco. Mi brazo se siente raro, pero debo continuar. Mi mano derecha ha cobrado un tono castaño oscuro, y resulta cada vez más difícil mover mis dedos. Eventualmente me rindo. Una voz me llama. Escondo mi brazo. Es la chica que trabaja junto a la pecera. Me atraen sus lunares muy menudos, como el reverso de las hojas de los helechos.

- La M, parte uno. -Anuncia, depositando junto a mí quince expedientes, antes de marcharse. Hace tiempo renuncié, ya no me acuerdo por qué, a la idea de invitarla a almorzar.

Mi brazo ya se siente entumecido, desde la punta del dedo corazón hasta el omóplato. Descubro con placer que puedo ir desenroscando uno a uno los dedos, la muñeca, el antebrazo, la bolita del codo. El cenicero va a quedar bastante interesante. Casi no puedo esperar a llegar a casa.

Esto debe ser lo opuesto a sentir un miembro fantasma, pienso, mientras veo que las teclas se hunden solas. Ya no siento mis dedos hundiéndolas, pero veo el teclado retractando las teclas, las letras al azar reproduciéndose por rapidez en la pantalla. Espero con ansias que mi otro brazo se entumezca y maravillosamente, así sucede. Soy testigo absorto de un teclado que casi hace música con el sonido de sus botones cuadrados, y de un ratón que se desliza, a intervalos cortos, sobre su cuadrado colchón.

-¿Terminaste la L, parte seis?

Me doy vuelta. Es mi vecino de cubículo. No sé como se llama, pero se parece increíblemente a un ventilador descompuesto. El miembro fantasma levanta los expedientes. Mi vecino parece percibir algo fuera de lugar, pero inmediatamente se enfoca en los expedientes.

- Ya te los puedes llevar. -Le digo.

Su trabajo consiste en triturar todo lo digitalizado y corregido por mi sección. Me sonríe como un niño antes de irse. Vuelvo a contemplar mi pierna izquierda. Imposible aspirar a más perfección. No sé qué tipo de madera es, pero parece ser cerezo, o tuya, mi favorita. La fibra es blanda, de ese tipo que se enriza, fragante, al filo de la cuchilla. Lámpara o no, tengo tanto material allí, que sería un crimen no utilizarlo. La desenrosco con cuidado y voy guardando mis pequeñas obras (porque son obras, obras que se me antojan inaguantablemente hermosas) en la bolsa de basura que le arranco al zafacón. Mi mente se desborda de proyectos: un pequeño curio, un diminuto cofre de madera. Un pequeño pedestal de mesa. Habrá que elegir, pienso mientras desenrosco mi cabeza, mi cuello y halo los seguros que componen mi pecho, mi caja toráxica, mis caderas. El corte limado y pulido con esmero de cada pieza indica que no es viruta, como los muebles que me rodean, sino madera de verdad, con sus vetas naturales y su milenario olor a bosque.

La antigua sensación de la piel se va transformando rápidamente en olvido. Veo los objetos impulsándose solos, oprimiéndose, combinándose unos con otros en mi escritorio, haciendo pequeños ruidos precisos a medida que voy entrando datos, cerrando cartapacios, exhumando papeles. La engrapadora muerde los recibos. Las carpetas enroscan sus hilos. Las presillas se prenden a los papeles como larvas.

Hoy en el almuerzo, supe que algo sucedería. A veces agradezco que una pesada mujer de aspecto felino me sumerja en un relato burlesco y a veces repetitivo que creo que es su vida. Hoy no fue uno de esos días. Por encima del perenne ruido de los platos y las conversaciones, me perdí entre los azules pétalos de la orquídea artificial que siempre me contempla. Parecía exhalar nubes de aliento, entre gruñidos. Me encontré, de súbito, entre los diminutos colmillos de su boca abierta. Me embargó una intensa ola de emotividad. Me contuve, sin embargo, no fuera a pensar mi monologante compañera que algo estaba mal. No podía permitir que pensara eso, mas aún cuando nada estaba mal, al contrario. El momento, aunque breve, no pudo ser más perfecto.

Usualmente tengo la mente ocupada cuando trabajo. Pienso en castigos severos para motivarme. Suena extraño, pero da resultado: termino tres cuartos de los paquetes del día antes de las tres. Hoy no pude terminar a tiempo, principalmente por estar pensando cómo saldría de allí arrastrando una pesada bolsa de partes humanas. De madera, claro, pero humanas. No hubiera podido aguantar las miradas sobre mí. Permanezco dentro del cubículo. Llegan hasta acá las conversaciones de despedida, el cotorreo liviano escurriéndose por el pasillo que conduce a los elevadores; el mismo tema: qué diluvio, que llegues bien, el estacionamiento se está inundando.

Pronto se hace silencio. Sólo se escucha el ocasional crepitar del disco de mi terminal.

Mientras veo las letras moverse solas, pienso que una parte de mí tiene miedo de que mi supervisor un día se entere de mis letras al azar, de que lea realmente lo que tecleo, pero es ridículo; si me echa a mí, tendrá que despedir a más de media compañía, porque todos hacen lo mismo. Todos teclean símbolos al azar en la sempiterna pantalla blanca y azul. Entre pequeñas risas y largas conversaciones, tan indoloras como impersonales, tejen su mentira. Hoy me apresuro a terminar mi labor del día; si no lo hago, no duermo esta noche.

Un rayo cae cerca y se lleva la electricidad, haciendo que todos los terminales se pongan a chillar como ratas. El ebanista frustrado en mí pugna por salir, antes de la hora de ponchar mis horas extra. Cedo a la tentación de apagar el terminal. Abro la bolsa, impaciente. Saco las piezas, una por una, y las voy enroscando. Descubro que mi saliva es un buen pegamento. Veo que las piezas son más escasas, y más pequeñas que cuando las enfrenté por primera vez esta mañana. Termino con prisa de ensamblar mi pequeño monumento. Apenas lo contemplo. Necesito luz, y la tarde está mucho más oscura de lo normal.

Hace un rato pegué el oído al cristal de uno de los ventanales de la sala de conferencias. El viento brama a esta altura, empuja el vidrio contra el marco y lo hace sacudirse ligeramente. Hacia abajo, la lluvia barre en espirales las vigas de cemento que se precipitan hacia el punto de fuga. El ombligo de la tierra me llama desde las líneas borrosas y paralelas del estacionamiento casi desierto. Son las siete. Lo dice el reloj digital del edificio de enfrente.

Escucho un chillido a mis espaldas, en la penumbra. Me volteo. Percibo una pequeña sombra saltando de escritorio en escritorio, virando lámparas y tirando teclados al suelo, mas comprendo. Lo comprendo como si lo hubiera visto mucho antes de comenzar a existir. Es un pequeño mono araña. El chillido se hace cada vez más persistente. Me pide salir. Me pide salir con urgencia. Tomo una silla y la lanzo contra el ventanal del cuarto de conferencias. La lluvia entra, azotando la mesa y sacudiendo la pantalla de proyección, y yo abro los ojos de repente y me doy cuenta de que he visto sin ver, he oído sin entender. La tercera dimensión se ha diluido en las primeras dos, y ahora lucha por salir. El mono araña salta de un archivo y desaparece por la ventana.

Corro hacia el pasillo escasamente iluminado, donde los rayos iluminan ocasionalmente el suelo. Las luces de emergencia comienzan a fallar. Oprimo con desesperación el botón del ascensor, mientras el sentido de urgencia se apodera de mí. Siento un rumor en el suelo, como si bajo la alfombra gris bullera una caudalosa vertiente de agua. Un presentimiento me eriza la piel. El ascensor se abre y vomita, entre chispas, una cascada de agua y abundantes enredaderas. Tropiezo, me levanto y me echo a correr, tal vez cuando lo que debería hacer es detenerme y encarar lo que se aproxima. Me detengo y me vuelvo.

Una ola cíclica, rabiosa, se traga el pasillo frente a mí.

lunes, 9 de marzo de 2009

La chica que creía en los cuentos de hadas (cuento en verso para pasar el rato)



-Él es bien inteligente...
-Sí, es súper capaz. Dime, ¿qué va a hacer él con una nena que aún cree en cuentos de hadas?
(Escuchado al pasar)

Érase una vez un tipo
pensado por todos extremadamente capaz.
Érase una vez una chica que creía en los cuentos de hadas.
El tipo capaz se lió con una chica que se pensaba extremadamente independiente.
La de los cuentos de hadas se lió con un chico que leía sin parar en el tren.
El chico que leía sin parar en el tren perdió su celular
por tener la nariz metida en Austen,
y la chica extremadamente independiente lo encontró.
Llamó al número que decía "Mi nena".
Respondió la de los cuentos de hadas,
que por casualidad estaba cerca de la estación.
Se vieron, se sonrieron. El celular pasó de manos.
El chico que leía sin parar recibió su celular, y marcó para agradecerle.
Le gustó su voz. La invitó a su Facebook.
Un buen día se encontraron en el tren
y pasaron todo el viaje charlando sobre Austen.
La chica independiente se compró "Sense and Sensibility".
Comenzó a leerlo en el tren, en el baño, antes de ir a dormir.
El tipo capaz comenzó a escuchar disertaciones sobre Austen a la hora del desayuno.
El chico que leía sin parar se dio cuenta
de que estaba pensando demasiado en la chica independiente.
Decidió sacarla de su Facebook.
Se consiguió un vehículo, y dejó de irse por tren.
La chica independiente dejó de verlo en el tren.
Lo llamó, pero no respondió.
Lo buscó en Facebook, pero no lo encontró.
El tipo capaz, mientras tanto, no se preocupó demasiado
por la pila de libros de Austen en el cesto de la basura.
La chica independiente buscó en Facebook
a la chica que creía en los cuentos de hadas
y se hizo su amiga,
bajo el nombre del tipo capaz.
Comenzaron a escribirse sobre "Pride and Prejudice".
La chica independiente descubrió que la chica que creía en los cuentos de hadas,
como era de esperar,
adoraba a Austen, sobretodo a Mr. Darcy.
Mientras tanto, el chico que leía sin parar, tuvo que parar;
tuvo que trabajar horas extra para pagar su vehículo.
La chica que creía en los cuentos de hadas se frustraba por su ausencia
y soñaba con Mr. Darcy, eh- perdón, el tipo capaz...
Una tarde le escribió que quería verlo y que estaba pensando dejar a su nene.
La chica independiente reenvió el mensaje al chico que leía sin parar
y borró el perfil falso de Facebook.
Sola y abandonada, la chica que creía en cuentos de hadas
buscó al tipo capaz en Facebook.
Encontró al verdadero
y le envió una diatriba de insultos y reproches
con temática de literatura decimonónica.
El tipo capaz contempló su foto y le pareció una lástima
que una chica tan linda estuviera tan alucinada,
sin siquiera sospechar
que vivía con una chica que podía hacerle las vacaciones a Norman Bates.

martes, 11 de marzo de 2008

Otra razón para ordenar delivery

-Tengo hambre.
-Te hago un sandwich ahora.
-No, no es para que me hagas un sandwich. Yo me levanto ahora a hacerlo.
-¿No quieres que yo te lo haga?
-No, no tienes por qué hacerlo.
-Ah.
-¿Tienes hambre? ¿Quieres un sandwich tú también?
-Enseguida me levanto y hago sandwiches para los dos.
-No, yo lo hago.
-Yo lo hago. No me molesta.
-Pero yo fui el de la idea. Es justo que yo-
-Entonces no quieres que yo lo haga.
-No es eso…
-Bien, no lo hago.
-Está bien, hazlo.
-No, en serio, si no quieres que yo lo haga…
-No es que no quiera que tú lo hagas, es que yo fui el de la idea.
-Pues vete a hacerlo.
-¿Quieres uno?
-No.
-¿Estás molesta?
-No, no.
-Esta bien, no hago un carajo.
-Haz lo que te dé la gana.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Feliz día

-…pues yo siempre le compro camisas, y él se las pone, pero este año decidí regalarle algo que de verdad le guste-
(las dos a la vez)
-¡Un libro!

(Oído al pasar)

No quisiera hacer una tormenta en un vaso de agua, de verdad que no. A mí toda esa caca cursi de San Valentín siempre me dio náuseas, y mis jevas anteriores lo entendían. A Debi le parecía, y cito, “una farsa más de las multinacionales para quedarse con la miseria que uno gana”. A Janet le gustaba, pero decía que le daba igual… siempre la invitaba a dar una vuelta, sin embargo. La sarcástica de Gina apenas aguantaba ver los corazones de cartón colgando en todos sitios. Cuando conocí a Mili, sabía en lo que me estaba metiendo: la primera vez que la vi, tenía puestas dos antenas con copos de nieve en las puntas. Con ella, me encontré haciendo cosas, yendo a sitios y frecuentando tipos de gente que ni en mil años-luz me hubiera imaginado. Comencé a ir a la playa, me empezó a gustar el Náutica (que siempre me olió a colonia de chulo caro) y me hice tan adicto a Volcom que ya no me quedó espacio en los cristales del carro para las pegatinas. Claro que al viejo, con todo lo asceta que es, tuve que inventarle que era cosa de Mili. La gel, La Gran Vía, las Ray Ban de 160 dólares, todo quedó como cosa de Mili en casa. Debo confesar que espero con impaciencia los sábados de fin de mes, cuando Mili cobra y separa un dinero para gastarlo en el mall. Me gusta cargarle las bolsas, verla escoger los tops, ayudarla a combinar, para luego vérselo puesto dos o tres días después. Me he vuelto un poco distinto al que era, y miento si digo que sigo leyendo como antes.

A Mili le gusta que le hable de literatura; aunque es de Relaciones Públicas, descubrí una sensibilidad en ella poco común hacia las artes narrativas. Siempre le regalaba libros para cumpleaños, Navidad, San Valentín. El último sábado de enero, noté que se quedó como bruta contemplando una cartera Jimmy Choo, imitación, por supuesto, pero bastante llamativa, roja, trabilla de metal con el monograma, llave del zíper tamaño jumbo. Costaba sesenta, y era eso o los zapatos, así que la tuvo que dejar. Luego volví y se la compré, pensando que la sorprendería positivamente no tener que deprimirse otra vez con Yourcenar o Günter Grass por “estar bien” conmigo. Ese sábado examinamos varias camisas marca Element. Me gustó una, que venía en marrón y en azul, y pensé que entendió mis traslúcidas indirectas.

Hace poco, hice un examen de conciencia y me encaré en el espejo con varias verdades que me dormían adentro. Acepté que Yourcenar me parece un mega tostón, que mis anaqueles se desbordan de libros que no he terminado, y que me metí a estudiar literatura por seguirle los pasos al viejo, además de que a las jevas les encantan los tipos que les citan a Bataille entre miradas sugerentes.

No debí hacerlo, pero quería saber si era azul o marrón, para combinarla con el mahón. Leí en GQ que el azul oscuro con mahón oscuro es aburrido, lo cual me parece, no sólo razonable, sino irrefutablemente lógico, ya que no resalta ninguna de las dos piezas. Ayer, en la gasolinera, le pedí a Mili que me comprara unos fusibles para el carro y le rebusqué debajo del asiento. Honestamente, pensé que Memorias de Adriano, de Yourcenar, no venía en versión anotada, y para mi mala estrella…

Repito: no quiero hacer una tormenta en un vaso de agua. De cierta manera, aprecio su regalo y todo, entiendo por qué lo hizo, y la amo muchísimo más por eso, pero ahora no sé qué carajo me voy a poner el viernes con los cargos nuevos, y eso me tiene de pésimo humor.

jueves, 24 de enero de 2008

La guerra de los hornos

Para Reinaldo Arenas, por La loma del ángel, que era lo que leía por aquellos días en que me inventé esto.


Un estudiante de 20 años de traslado se encontraba, el primer día de clases, en uno de los vestíbulos de su nueva alma mater, completamente desorientado. Vio el letrero que anunciaba "Biblioteca" a su lado y decidió pegar un SOS en el mostrador. La estudiante asistente no lo pudo ayudar con su dilema. El bibliotecario de turno, algo empático, lo hizo pasar, “por hoy”.

El estudiante de traslado entró a calentar su comida en el horno microondas de los empleados. El dilema se repitió en aquel sitio con una frecuencia incomprensible, con otros estudiantes de traslado, otras loncheras, otros bibliotecarios y otros resultados, naturalmente. Por unas dos semanas, el SOS, “¿dónde está el lounge de los estudiantes?” ocasionaba, ocasionalmente, la pregunta “¿debe existir un lounge para estudiantes?” luego de la risita reprimida, al igual que otras: ¿de dónde sale el súbito interés en traer comida? ¿Razones de salud? (dada la calidad dudosa de los alimentos del centro de estudiantes) ¿Por razones económicas? (dado el costo de dichos alimentos de calidad dudosa). Y bueno, ya que no hay microondas disponible en el lounge de estudiantes, ¿qué se puede hacer?

Dejemos al hada volar.

Supongamos que el estudiante de traslado en cuestión fue sagaz. Sabiendo que existían mecanismos a los cuales recurrir en caso de una situación semejante, decidió acudir con su pedido al consejo de estudiantes de su facultad. El presidente, luego de sacar su pizza del horno, lo meditó por unos segundos y le respondió que era una petición sumamente interesante, y que levantaría el punto en la próxima asamblea. Por su parte, reflexionó, ¿sería posible que él, el estudiante de traslado, se encargara de reunir a varios compañeros que compartieran su inquietud? El estudiante aceptó de buena gana y decidió separar espacio en su agenda para escribir una petición formal a la administración y reunir firmas. Una de las miembras del consejo, que hacía fila para calentar su sandwich, le indicó que existía un horno de microondas para uso de los estudiantes en la facultad de Derecho, que no sabía si la podrían usar los estudiantes de otras facultades, pero que no perdía nada con preguntar. Otro miembro, que acababa de retirar su arroz con corned beef, tomó nota mental para mencionarlo en la reunión con la otra organización a la cual pertenecía.

Ese miércoles, los compañeros se mostraron muy interesados en el planteamiento. Cada uno donó diez dólares, y el jueves por la mañana, salieron a Topeka a adquirir un horno de microondas económico, que procedieron a pintar de rojo con una franjita negra y blanca cruzándole la puerta, para que representara adecuadamente la organización. Después de invitar a uno de sus ex miembros más ilustres a que le echara su bendición, le pusieron “El Horno Del Bien Común” y lo instalaron en el vestíbulo de una de las facultades. Pronto recuperaron los gastos cobrando medio dólar por “calentada” y de paso, distribuían literatura y recogían firmas para distintas actividades y causas.

A pesar de los frecuentes roces con empleados de mantenimiento y de la administración, que insistían en que se estaban robando la energía eléctrica, El Horno del Bien Común fue todo un éxito, tanto que los miembros de una de las organizaciones rivales, indignados por la “impunidad” con la que aquella organización, a sus ojos, hacía y deshacía en aquella universidad, suspendió brevemente su campaña electoral para adquirir, con donativos, un horno microondas más grande, que pintaron de royal blue y bautizaron con el título de El Horno del Progreso, a .25 la calentada. Los estudiantes, encantados con los dos hornos y la subsecuente disminución de las filas para calentar el almuerzo, dejaron cada vez más de comer comida de tercera en el centro de estudiantes, para placer de la que escribe.

La tercera organización, al constatar que tanto el Horno Del Progreso como el Horno Del Bien Común estaban teniendo ganancias respetables que ayudaban a adelantar las agendas de sus respectivas organizaciones, reunió dinero a su vez y adquirió, a plazos, por supuesto, un horno microondas de tamaño mediano, que denominaron el Horno Del Progreso Común. Lo pintaron de rojo encendido y le colocaron un sombrero festivo encima. Otros estudiantes, descontentos por no sentirse representados por su almuerzo, compraron otro horno, ni grande ni pequeño, le dejaron su color original (blanco) y le pusieron El Horno Apolítico. El Horno Apolítico, sin embargo, tenía su desventaja, y era que la calentada costaba un dólar (alegadamente para beneficio de las artes), y por tanto, no resultaba tan accesible.

 El estudiante de traslado contemplaba un poco pasmado, petición en mano, los resultados indirectos de su gestión. Los empleados de mantenimiento y de la administración, desesperados por el gasto de energía y la proliferación de hornos y filas de estudiantes con loncheras y fiambreras de todo tipo, cortaron la electricidad en los vestíbulos principales de las facultades. Los estudiantes que usaban sus laptops en estos lugares, inundaron la oficina de la decana con quejas. La cuota de uso de facilidades y de tecnología se puso en entredicho una vez más. Los intereses particulares de las organizaciones se hicieron patentes, un poco más patentemente. El Consejo de Estudiantes, por otra parte, no se ponía de acuerdo sobre qué posición tomar, ya que no podían encontrar tiempo para discutirlo, entre los continuos puntos de orden y las discusiones por el uso del micrófono.

Finalmente, el estudiante de traslado consiguió que una amiga le calentara el almuerzo en el hospedaje, y desde entonces dejó de preocuparse por el desenlace de aquellos eventos.

domingo, 28 de octubre de 2007

El monolito, primera parte


(Este cuento fue publicado en Paxtiche, una revista online que ya no existe.)

En la novela 2001: A Space Odissey, una desinteresada cultura extraterrestre decide que ya está bueno de tener pedazos de roca flotante por ahí, albergando formas de vida demasiado simples, y coloca, en algunos planetas, un misterioso aparato capaz de detectar inteligencia. Este aparato (un monolito llamado TMA-0), que parece uno de los bancos de la estación del Tren Urbano de Río Piedras semienterrado en la arena, parece suscitar una atracción irresistible en algunos simios (Homo-erectus) hambrientos y aburridos. Presas de sus ondas vibratorias, los simios comienzan a desarrollarse tecnológicamente: uno descubre que puede afilar un pedazo de piedra si lo golpea muchas veces con otra, otro descubre que puede consumir los antílopes medio inútiles que le obstaculizan el paisaje, etc. A Space Odissey postula que el TMA-0, ya no tanto mamá evolución, es el gran secreto del surgimiento y los éxitos del Homo sapiens.

Fast forward al siglo 21:

Cierta fundación caribeña se hallaba preocupada por la alimentación del Homo sapiens en proceso de educación secundaria. Decidió contratar a un artista con un sólido trasfondo en Ciencias Naturales para que diseñase un aparato que ayudara a dicho sujeto a tomar una decisión sabia respecto a su salud alimentaria, factor que, como ya sabemos, influye enormemente en el desempeño en los estudios.

El artista científico accedió al proyecto, con tres condiciones:

1. Su nombre no debía ser divulgado, salvo en ciertas publicaciones arbitradas y aprobadas previamente por la fundación.

2. El nombre de la obra (TMA-Feeding) tampoco debía ser divulgado, por razones de patente y seguridad (aunque se rumora fue por temor a demandas de plagio).

3. Nadie debía saber qué significaba la obra, ya que su efectividad, como el aparato que lo inspiró, dependía en un 77.6% de la ignorancia previa del sujeto sobre sus funciones.

La construcción del TMA-Feeding comenzó en los predios de un parque de pelota abandonado en la década de los setenta; hogar de un cráter que desafortunadamente se había tragado algunos jugadores y resistía relleno de todo tipo de material. Este parque se rebautizó con el afortunado nombre de “Parque del Centenario” (para conmemorar los 2,000 centenarios del Homo sapiens sobre la tierra) y se comenzó la construcción en algún momento indeterminado del 2002 (presumiblemente verano).

Posteriormente, se contrató una compañía independiente para monitorear y evaluar la conducta (durante cinco años) del Homo sapiens en estudios secundarios. Al cabo de los tres años, la compañía independiente rindió un informe de 3,543 páginas (y 27 anejos de gráficas), con resultados alarmantes. La tabla de progreso de los sujetos mostró un marcado descenso, no solo en los niveles de alimentación, sino también de conformidad civil. Esta noticia, sin embargo, no sorprendió demasiado a la administración de la universidad caribeña, que se había visto obligada a extender períodos de clases, aumentar la matrícula, demandar, sancionar y gastar un valioso 41.9% de su presupuesto en pintura color beige.

El monolito, segunda parte


El TMA-Feeding: ¿Fracaso?

Al increpársele sobre el alegado fracaso del proyecto, el artista científico declaró, desconcertado, que no había incurrido en errores de cálculo durante la construcción de los monolitos. Incluso, en vez de limitarse a uno, había diseñado trece de estos aparatos, uno para cada facultad y escuela, según los requerimientos alimentarios de cada grupo. El monolito de la facultad de Ciencias Naturales, por ejemplo, transmitía una necesidad de consumir grandes cantidades de café y el de Educación, (el último en la foto, cuya interpretación correcta es que se reclina para que lo trepe un niño), galletitas de animales.

Nuevamente se contrató la compañía independiente para que hiciera un análisis detallado de la composición orgánica de la tierra del parque de pelota alrededor de los monolitos, del aire alrededor del área y de la flora adyacente, para determinar cuál era el problema. Seis meses después, la compañía sometió un segundo informe exhaustivo de 1,746 páginas (y 14 anejos de gráficas), donde demostraba, sin lugar a dudas, que las ondas vibratorias estaban siendo neutralizadas por las abundantes partículas de curry en el aire, procedientes de un establecimiento informal de expendio de comida, conocido popularmente como “La Carpa”, por la enorme lona que lo resguardaba del sol. Asimismo, algunos clientes, sospechando tal vez la función verdadera de los aparatos, tapaban con pintura en aerosol algunos circuitos vitales de los monolitos, disminuyendo su efectividad hasta en un 82.42222%.

La administración universitaria de la universidad caribeña decidió presentar sus disculpas en una carta formal al artista científico y removió con premura el establecimiento de expendio de comida. De igual manera, colocó un guardia para velar por la seguridad del aparato tecnológico, cuyo valor total asciende a las siete cifras.

Aún se espera por los resultados del tercer informe.