viernes, 17 de agosto de 2007

Virides

Siempre he sentido una fijación poco saludable por las plantas de mi abuela. Uno de los primeros regaños que recibí tuvo que ver con ellas. Hay una foto por ahí, de una niña de dos años, sentada en un andador, la mano metida en una de esas matas de interior cuyo nombre ignoro, un segundo antes de la catástrofe. Si le pidieran a mi abuela que describiera a su nieta de niña con una sola palabra, sería “presentá”. Y es que me gusta mirar el verde de las matas. No confundan mi obsesión con cierto sentido predestinado de ecopreservación. Solo sé un poco de plantas y debería reciclar más. Tal vez lo que afirmo es más común que llover, pero me siento mejor rodeada de verde.

Hemos asociado a los colores diversas ideas, conceptos, sentimientos y objetos, estados de ánimo e incluso propiedades curativas. El color verde no es la excepción. Verde es el color de la envidia (lo que los anglos han calificado de “green-eyed monster”). Verde es el color de la esperanza. Verde es el color del dinero, y por extensión de la filantropía, uno de los pilares de la sociedad capitalista. Verde es el color de los ambientalistas. Verde es el color de la Heineken, y por extensión, ya sabemos que cuando vamos a un pub y vemos a alguien con una en la mano, inferimos que probablemente le gusta el jazz y guía un Camry, o por lo menos, es la demografia a la que se dirigen esos anuncios chorreantes de euro-chic. El verde de las esmeraldas trae mala suerte, porque atrae el mal de ojo. Verde es el color de la absenta, que los brillantes poetas de la bohemia bebían como agua.

Y verde, finalmente, es el color de las hojas, de los árboles, de la jungla y de las botellitas de refresco que mi abuelo rompía para mezclar los vidrios con gravilla y así lograr que la escalera de la entrada de la casa luciera gotas verdes de luz.

“Virides” es la forma plural de “verdes” en latín. Para mí, la libertad también es verde.