martes, 23 de febrero de 2010

Ñak y el ídolo

En su largo viaje a lo largo del estrecho sendero, Ñak encontró un ídolo semisepultado entre la maleza. Parecía un objeto hecho de piedra, aunque brillaba demasiado como para estar hecho de algún material rocoso que él hubiera conocido. Reproducía una figura semejante a él, sólo que un poco más grande, en un gesto de abrazar o matar. En su mano izquierda empuñaba un afilado cuerno de marfil y en la derecha un redondo cuenco de agua.

Ñak pasó sus dedos por la superficie lisa de la imagen, porosa ya por los siglos de agua. Inmediatamente sintió una enorme atracción hacia aquel objeto. Después de verlo, nada existió que le importase más, ni siquiera la posibilidad de encontrar más adelante tierras cálidas donde cazar aves y peces, o una mujer con quien tener muchos bebés. Tomó su hacha y desyerbó alrededor del ídolo. Tomó la misma hierba seca que había apartado y se hizo un lecho al lado de la estatua.

Cada mañana, cuando se levantaba, Ñak se sentaba frente a su ídolo y lo contemplaba durante horas. Ahí se quedaba hasta el anochecer, cuando, al hacer la fogata, se acordaba de que tenía que comer y procuraba buscar algunos frutos que crecían cerca, o tal vez alguna liebre silvestre o ave que pudiera cazar sin apartarse demasiado de aquel pedazo de maleza. Bebía del agua de lluvia que caía en el cuenco del ídolo. Siempre dejaba la mitad de su comida a sus pies. Ocasionalmente pasaban a su lado otros, que como él, emigraban a tierras más cálidas en busca de alimento. El cubría su ídolo con algunas ramas para que no lo vieran. Le daba celos de que alguien posara su mirada en aquel objeto que había encontrado. Sentía que el ídolo era suyo desde mucho antes de haber comenzado a existir, y que había estado allí, oculto en la maleza, esperando a que lo desenterrara.

Una tarde, se dio cuenta de que el viento se había vuelto frío, afilado como su hacha. Sus pieles apenas le daban para conservar el calor. Hizo una enorme fogata y trató de mantenerla viva todo el día, mas no dejaba de tiritar. Sabía que pronto el viento traería agua, hielo. Buscó unas enredaderas. Trenzó una gruesa cuerda con ellas. La torció en torno al ídolo y haló para arrastrarlo consigo. Sin embargo, por más fuerza que aplicó, no pudo moverlo siquiera. Buscó unos troncos y los puso delante del rostro ausente. Trató de empujarlo hacia los troncos para hacerlo rodar, pero el ídolo parecía clavado en la tierra.

Ñak trató de moverlo de muchas maneras distintas. Trató de excavar con su hacha para sacarlo de su lugar, pero la rompió en el intento. Extenuado, se dejó caer frente a su ídolo y le pidió perdón, una y otra vez, hasta que llegaron, bramando, el hielo y la neblina. No paraba de contemplarlo, para grabarse su imagen en la cabeza y poder verlo cada vez que cerrara los ojos. Esa fría tarde aprovechó los últimos rayos del sol para cubrirlo con la yerba nuevamente. Dejó a los pies del ídolo su hacha rota y prosiguió su camino.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Hombres de madera


Para Alex, por las conversaciones

Al instante fueron hechos los maniquíes construidos de madera;
los hombres se produjeron, los hombres hablaron;
existió la humanidad en la superficie de la tierra.[…]
No tenían ni ingenio ni sabiduría […] Solamente un ensayo,
solamente una tentativa de humanidad.
--Popol Vuh


El día parece un río. El cielo está arropado de nubes desde ayer. Corren vetas de agua por los ventanales de cristal de las oficinas de los gerentes. Se anuncian inundaciones en la radio clandestina del cubículo de mi vecino.

Mi pie se siente extraño. Me dio un intenso hormigueo esta mañana y no lo he sentido desde entonces. Media hora atrás, comencé a sentir su peso con cada vez más intensidad. Dejo de teclear por un momento y halo la silla hacia atrás, inclinándome para ver mejor. En la penumbra bajo la mesa, mi pierna, desde la rodilla hasta la punta del zapato, parece estar esculpida en caoba. La toco. Paso mi mano por su superficie pulida. Es madera. Hago la prueba, le doy vueltas. Es de rosca. La saco, sintiendo un poco de orgullo por mi pierna. Cuando llegue a casa, pienso, averiguaré la manera de esculpir algo, tal vez un cenicero, o una vasija, de ella.

Pero por ahora, a trabajar. Abro otro cartapacio azul y hojeo los delgados papeles en blanco. Me distraigo por un momento con el rumor de papeles y los cuchicheos en el pasillo. Son expedientes antiguos, cuya información debo ingresar a la base de datos. Se supone que vamos año por año. Ya estamos en 1916. Nadie ha advertido aún, sin embargo, que dentro de los cartapacios, los papeles amarillentos no están. Hay papeles, pero están en blanco; las etiquetas no indican nada, las pegatinas de colores son solamente eso, pegatinas de colores, no tienen números, los sellos son círculos vacíos, sin fecha, y yo me he resignado.

Al final, decidí complacerles y aceptarlo. Admito que era algo que me desconcertaba al principio, incluso me repugnaba, pero no me van a etiquetar como inconforme, el rebelde sin causa de la compañía, sólo porque los papeles no digan nada. Tecleo, al azar, letras. Ése es mi trabajo. Luego envío de vuelta los expedientes a Archivos, para que los destruyan, y al final del día, copia del documento digitalizado por la red, a Sistemas. El supervisor de mi sección me envió un mensaje ayer, felicitándome por la calidad superior de mi mecanografía.

Esta semana me he atrasado un poco. Mi brazo se siente raro, pero debo continuar. Mi mano derecha ha cobrado un tono castaño oscuro, y resulta cada vez más difícil mover mis dedos. Eventualmente me rindo. Una voz me llama. Escondo mi brazo. Es la chica que trabaja junto a la pecera. Me atraen sus lunares muy menudos, como el reverso de las hojas de los helechos.

- La M, parte uno. -Anuncia, depositando junto a mí quince expedientes, antes de marcharse. Hace tiempo renuncié, ya no me acuerdo por qué, a la idea de invitarla a almorzar.

Mi brazo ya se siente entumecido, desde la punta del dedo corazón hasta el omóplato. Descubro con placer que puedo ir desenroscando uno a uno los dedos, la muñeca, el antebrazo, la bolita del codo. El cenicero va a quedar bastante interesante. Casi no puedo esperar a llegar a casa.

Esto debe ser lo opuesto a sentir un miembro fantasma, pienso, mientras veo que las teclas se hunden solas. Ya no siento mis dedos hundiéndolas, pero veo el teclado retractando las teclas, las letras al azar reproduciéndose por rapidez en la pantalla. Espero con ansias que mi otro brazo se entumezca y maravillosamente, así sucede. Soy testigo absorto de un teclado que casi hace música con el sonido de sus botones cuadrados, y de un ratón que se desliza, a intervalos cortos, sobre su cuadrado colchón.

-¿Terminaste la L, parte seis?

Me doy vuelta. Es mi vecino de cubículo. No sé como se llama, pero se parece increíblemente a un ventilador descompuesto. El miembro fantasma levanta los expedientes. Mi vecino parece percibir algo fuera de lugar, pero inmediatamente se enfoca en los expedientes.

- Ya te los puedes llevar. -Le digo.

Su trabajo consiste en triturar todo lo digitalizado y corregido por mi sección. Me sonríe como un niño antes de irse. Vuelvo a contemplar mi pierna izquierda. Imposible aspirar a más perfección. No sé qué tipo de madera es, pero parece ser cerezo, o tuya, mi favorita. La fibra es blanda, de ese tipo que se enriza, fragante, al filo de la cuchilla. Lámpara o no, tengo tanto material allí, que sería un crimen no utilizarlo. La desenrosco con cuidado y voy guardando mis pequeñas obras (porque son obras, obras que se me antojan inaguantablemente hermosas) en la bolsa de basura que le arranco al zafacón. Mi mente se desborda de proyectos: un pequeño curio, un diminuto cofre de madera. Un pequeño pedestal de mesa. Habrá que elegir, pienso mientras desenrosco mi cabeza, mi cuello y halo los seguros que componen mi pecho, mi caja toráxica, mis caderas. El corte limado y pulido con esmero de cada pieza indica que no es viruta, como los muebles que me rodean, sino madera de verdad, con sus vetas naturales y su milenario olor a bosque.

La antigua sensación de la piel se va transformando rápidamente en olvido. Veo los objetos impulsándose solos, oprimiéndose, combinándose unos con otros en mi escritorio, haciendo pequeños ruidos precisos a medida que voy entrando datos, cerrando cartapacios, exhumando papeles. La engrapadora muerde los recibos. Las carpetas enroscan sus hilos. Las presillas se prenden a los papeles como larvas.

Hoy en el almuerzo, supe que algo sucedería. A veces agradezco que una pesada mujer de aspecto felino me sumerja en un relato burlesco y a veces repetitivo que creo que es su vida. Hoy no fue uno de esos días. Por encima del perenne ruido de los platos y las conversaciones, me perdí entre los azules pétalos de la orquídea artificial que siempre me contempla. Parecía exhalar nubes de aliento, entre gruñidos. Me encontré, de súbito, entre los diminutos colmillos de su boca abierta. Me embargó una intensa ola de emotividad. Me contuve, sin embargo, no fuera a pensar mi monologante compañera que algo estaba mal. No podía permitir que pensara eso, mas aún cuando nada estaba mal, al contrario. El momento, aunque breve, no pudo ser más perfecto.

Usualmente tengo la mente ocupada cuando trabajo. Pienso en castigos severos para motivarme. Suena extraño, pero da resultado: termino tres cuartos de los paquetes del día antes de las tres. Hoy no pude terminar a tiempo, principalmente por estar pensando cómo saldría de allí arrastrando una pesada bolsa de partes humanas. De madera, claro, pero humanas. No hubiera podido aguantar las miradas sobre mí. Permanezco dentro del cubículo. Llegan hasta acá las conversaciones de despedida, el cotorreo liviano escurriéndose por el pasillo que conduce a los elevadores; el mismo tema: qué diluvio, que llegues bien, el estacionamiento se está inundando.

Pronto se hace silencio. Sólo se escucha el ocasional crepitar del disco de mi terminal.

Mientras veo las letras moverse solas, pienso que una parte de mí tiene miedo de que mi supervisor un día se entere de mis letras al azar, de que lea realmente lo que tecleo, pero es ridículo; si me echa a mí, tendrá que despedir a más de media compañía, porque todos hacen lo mismo. Todos teclean símbolos al azar en la sempiterna pantalla blanca y azul. Entre pequeñas risas y largas conversaciones, tan indoloras como impersonales, tejen su mentira. Hoy me apresuro a terminar mi labor del día; si no lo hago, no duermo esta noche.

Un rayo cae cerca y se lleva la electricidad, haciendo que todos los terminales se pongan a chillar como ratas. El ebanista frustrado en mí pugna por salir, antes de la hora de ponchar mis horas extra. Cedo a la tentación de apagar el terminal. Abro la bolsa, impaciente. Saco las piezas, una por una, y las voy enroscando. Descubro que mi saliva es un buen pegamento. Veo que las piezas son más escasas, y más pequeñas que cuando las enfrenté por primera vez esta mañana. Termino con prisa de ensamblar mi pequeño monumento. Apenas lo contemplo. Necesito luz, y la tarde está mucho más oscura de lo normal.

Hace un rato pegué el oído al cristal de uno de los ventanales de la sala de conferencias. El viento brama a esta altura, empuja el vidrio contra el marco y lo hace sacudirse ligeramente. Hacia abajo, la lluvia barre en espirales las vigas de cemento que se precipitan hacia el punto de fuga. El ombligo de la tierra me llama desde las líneas borrosas y paralelas del estacionamiento casi desierto. Son las siete. Lo dice el reloj digital del edificio de enfrente.

Escucho un chillido a mis espaldas, en la penumbra. Me volteo. Percibo una pequeña sombra saltando de escritorio en escritorio, virando lámparas y tirando teclados al suelo, mas comprendo. Lo comprendo como si lo hubiera visto mucho antes de comenzar a existir. Es un pequeño mono araña. El chillido se hace cada vez más persistente. Me pide salir. Me pide salir con urgencia. Tomo una silla y la lanzo contra el ventanal del cuarto de conferencias. La lluvia entra, azotando la mesa y sacudiendo la pantalla de proyección, y yo abro los ojos de repente y me doy cuenta de que he visto sin ver, he oído sin entender. La tercera dimensión se ha diluido en las primeras dos, y ahora lucha por salir. El mono araña salta de un archivo y desaparece por la ventana.

Corro hacia el pasillo escasamente iluminado, donde los rayos iluminan ocasionalmente el suelo. Las luces de emergencia comienzan a fallar. Oprimo con desesperación el botón del ascensor, mientras el sentido de urgencia se apodera de mí. Siento un rumor en el suelo, como si bajo la alfombra gris bullera una caudalosa vertiente de agua. Un presentimiento me eriza la piel. El ascensor se abre y vomita, entre chispas, una cascada de agua y abundantes enredaderas. Tropiezo, me levanto y me echo a correr, tal vez cuando lo que debería hacer es detenerme y encarar lo que se aproxima. Me detengo y me vuelvo.

Una ola cíclica, rabiosa, se traga el pasillo frente a mí.