viernes, 28 de julio de 2017

Pero volvamos a

 …La Fan, por favor. Una noche en el carro, camino a casa, escuchábamos la versión de Bunbury de la canción Frente a Frente (2009). Recordé la versión que le había hecho la banda Circo en su disco Cursi (2007) y conecté mi celular. 

Algunas canciones tienen su mímica: quien haya sido adolescente lo sabe. Ponerle mímica a una canción no da trabajo, pero el arte se encuentra en hacerlo bien, no tanto que no sea over the top, desbordado, como ponerle suficiente pega histriónica a la canción. Por ejemplo, en un show de dragas, una canción sin mímica sería impensable para una artista que se precie. Si se quiere hacerla desbordada, es válido, pero hay que recorrer todos los pasos, como La Fan. Hay que subirse a la silla y canalizar a Bunbury, reinterpretarlo con el pelo y las pantallas y los gestos y los tacos, a un nivel que, cinco años después recuerdo, sonrío y pienso: ahí iba una chica encaminada.  

Un ejemplo glorioso es Letal (Miguel Bosé) en la película Tacones Lejanos, de Almodóvar. En esta escena interpreta una canción que, en la trama, cantaba el personaje Becky del Páramo cuando era joven, quien en ese momento la ve desde el público. 



Mi parte favorita, sin embargo, es cuando la cámara toma a tres travestis de fondo, que, al hacer la mímica con el perfecto arrobo de los fans, subvierten el tono dramático de Letal: las que imitan la que imita a Becky.

La mímica, por cierto, es el germen del camp.

martes, 25 de julio de 2017

...y me tapaba la escena

subiendo los brazos, flotando en la brisa de la música. Había venido al concierto con dos amigas que la veían, se reían y decían, déjala, está en su mundo. Durante un par de canciones se trepó en la silla a riesgo de partirse el cuello (estábamos en la parte más empinada del coliseo) montada sobre tacas altísimas. Tuve que ver a Bunbury allá abajo desde el arco de sus piernas, mientras ella elevaba el dedo índice como él, se remecía el pelo, desesperada, y se quitaba los abalorios, lo señalaba allá abajo con ellos, acusadora, y se los volvía a poner, cantando sobre los tacones del desprecio.

Se sabía todas las canciones coma por coma: las de Radical Sonora, las de Héroes, incluso las que probablemente habían salido antes de que naciera, las de solista. En las canciones lentas le daba sorbos a una cerveza antes de tirarse en la silla, ambas manos en el pecho, como si agonizara, y se recogía el pelo con una garrita para volvérselo a soltar cuando le atacaba el ansia metaespectacular. 

Y me volvía a tapar la escena, pero yo la miraba, entretenida. Tenía a La Fan de Bunbury al frente. Si hubiera podido costearlo, estoy segura, se hubiera ido a la primera fila a treparse sobre alguien y tratar de tocarlo por encima de los pellizcones. No es para menos. El tipo lleva mil años cantando pero su voz es real, nada de doblaje; la banda está coordinada como un reloj. Además, como su acólita, es todo un espectáculo histriónico en vivo. 

Zoé en el Choliseo
Tres años después me pasó algo parecido a aquel arrebato musical en el concierto de Zoé. Recordé a La Fan de vuelta a casa. Cuando llega esa canción, no te importa nada. Para ella eran todas; para mí, Deja te conecto y quince o veinte más de esa banda, pero si hay que elevar el dedo como Bunbury, se hace. Si hay que gritar la letra a pulmón, se hace. Si hay que alzar los brazos y dejar que la canción salga, se hace, porque en ese momento eres como diría Larregui en su estilo barroco scifi, receptáculo orgánico de ondas melódicas. Es tu canción y sabes que la banda vino esa noche a cantártela, que ese instante tal vez no se vuelva a repetir y que mejor te olvides del celular, que hay que vivir ese momento en vivo.