Mostrando entradas con la etiqueta Música. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Música. Mostrar todas las entradas

martes, 25 de julio de 2017

...y me tapaba la escena

subiendo los brazos, flotando en la brisa de la música. Había venido al concierto con dos amigas que la veían, se reían y decían, déjala, está en su mundo. Durante un par de canciones se trepó en la silla a riesgo de partirse el cuello (estábamos en la parte más empinada del coliseo) montada sobre tacas altísimas. Tuve que ver a Bunbury allá abajo desde el arco de sus piernas, mientras ella elevaba el dedo índice como él, se remecía el pelo, desesperada, y se quitaba los abalorios, lo señalaba allá abajo con ellos, acusadora, y se los volvía a poner, cantando sobre los tacones del desprecio.

Se sabía todas las canciones coma por coma: las de Radical Sonora, las de Héroes, incluso las que probablemente habían salido antes de que naciera, las de solista. En las canciones lentas le daba sorbos a una cerveza antes de tirarse en la silla, ambas manos en el pecho, como si agonizara, y se recogía el pelo con una garrita para volvérselo a soltar cuando le atacaba el ansia metaespectacular. 

Y me volvía a tapar la escena, pero yo la miraba, entretenida. Tenía a La Fan de Bunbury al frente. Si hubiera podido costearlo, estoy segura, se hubiera ido a la primera fila a treparse sobre alguien y tratar de tocarlo por encima de los pellizcones. No es para menos. El tipo lleva mil años cantando pero su voz es real, nada de doblaje; la banda está coordinada como un reloj. Además, como su acólita, es todo un espectáculo histriónico en vivo. 

Zoé en el Choliseo
Tres años después me pasó algo parecido a aquel arrebato musical en el concierto de Zoé. Recordé a La Fan de vuelta a casa. Cuando llega esa canción, no te importa nada. Para ella eran todas; para mí, Deja te conecto y quince o veinte más de esa banda, pero si hay que elevar el dedo como Bunbury, se hace. Si hay que gritar la letra a pulmón, se hace. Si hay que alzar los brazos y dejar que la canción salga, se hace, porque en ese momento eres como diría Larregui en su estilo barroco scifi, receptáculo orgánico de ondas melódicas. Es tu canción y sabes que la banda vino esa noche a cantártela, que ese instante tal vez no se vuelva a repetir y que mejor te olvides del celular, que hay que vivir ese momento en vivo.   

viernes, 20 de julio de 2007

Punkorama

En el fin de semana estuve leyendo sobre Sid Vicious, el bajista de los Sex Pistols. Para quien no lo sepa (no tienen por qué saberlo, anyway) los Sex Pistols fueron una de las bandas de rock más importantes del movimiento punk inglés de los setenta, y su filosofía se puede resumir, un poco injustamente, en rebelión total y absoluta contra lo establecido (entiéndase “los valores hipócritas pequeño burgueses”). No obstante, la música punk es mucho más que una actitud/pose, es un estilo de vida, y Sid Vicious es considerado el epítome, el cénit/nadir de la esencia punk. Su vida breve, deliberadamente saturada, estilizadamente desordenada, recuerda mucho a las de los poetas románticos, los modernistas… con la diferencia de que Sid, atrapado entre fotográficos deseos ajenos, era más imagen que arte canónico. De acuerdo a Wikipedia, sus destrezas como bajista y como compositor eran extremadamente limitadas. Su arte era su pelo negro peinado en puntas, sus cadenas y vinilos, su eterna actitud de can enjaulado, la cara de nene bueno que, por contraste, se preserva en decenas de fotos.

En los últimos diez meses de su vida se lo veía constantemente acompañado de su novia, la fantástica Nancy Spungen, natural de Filadelfia, de familia judía. Pelo teñido de rubio platinado, labios gruesos y desafiantes, falda corta de cuero, se la apodó “Nauseating Nancy”, tal vez para denigrarla, pero el tiro les salió por la culata. A alguien que se llame Sid Vicious no le convendría una “Romantic Nancy”.