Miraba la calle, enganchado en la ventana. Hacía rato mami me había dicho que no comiera ansias, que iba a llegar pronto, pero yo no podía esperar más. Se iba a hacer tarde; ya eran las siete de la mañana. Al fin, el carro apareció por la esquina.
-¡Ya llegó,
ma! -Fui donde ella, le di un beso de
despedida y avancé corriendo hacia la puerta.
-Tu bulto,
coge tu bulto.
Volví y
recogí mi bulto. Mami abrió la puerta y dejó pasar a papi, que me dio un
abrazo. En lo que él saludaba a mami y hablaba con ella, me fui al carro.
Conecté mi ipod y puse mi disco favorito. Mi papá y yo habíamos hablado mucho
de este viaje, pero no habíamos podido ir. Siempre salíamos a sitios que
quedaran cerca porque él trabaja mucho en el taller; después de la semana, solo
quiere descansar, pero decidió coger un par de días libres. La semana anterior
me llamó y me preguntó si quería ir este fin de semana al faro de los Morrillos,
en Cabo Rojo. Yo le dije “ya estoy haciendo el bulto, ¿y tú?”.
Cuando papi
se montó, bajó el volumen del radio.
-Caramba, Yansel,
esa música parece que me va a explotar el carro.
-Es Steve
Aoki, papi, no seas charro.
Él se echó
a reír y me dio un mapa.
-Toma, lee
este mapa. Cuando estemos saliendo de Mayagüez, me vas a guiar.
Nos
detuvimos en una panadería a desayunar y subimos a la 22. Pasamos la tienda de
donas con su letrero y más adelante las montañas de Vega Alta y Vega Baja. Yo
me vacilaba a papi, como siempre.
-Mira,
Avenida Trío Vegabajeño, tu música.
-Bueno, lo prefiero
al coro de ambulancias ese que tú oyes.
Pasamos
Barceloneta, con su amplio valle. Pasamos Florida y las farmacéuticas; Hatillo,
con las vacas; Arecibo y sus plantíos; Camuy, “la ciudad romántica” (y más
vacas); Quebradillas y sus murales; Aguadilla y su aeropuerto; Isabela, con sus
paisajes de película, Aguada, con su central Coloso y Añasco y sus picos, las
playas, el sol y las nubes de salitre a lo lejos. Bajamos por la carretera número
dos hasta Mayagüez. Cuando pasamos por el recinto de la universidad, papi me
dijo: “mira, yo estudié ahí” y me volvió a contar de cuando se hospedaba en el
pueblo y del corillo con el que cogía clases. Le avisé cuando vi la salida a
Cabo Rojo, para que no se le pasara.
En la
carretera número 100, conectamos con otra, larguísima: la 301, que pasaba cerca
de fincas y de barrios rurales. No se veía la orilla del mar. Pensé que me había
equivocado al leer el mapa, pero encontramos más adelante un letrero que decía
“ruta para el Faro de Cabo Rojo”. Atravesamos una reserva forestal y unas
salinas. Era un paisaje extraño: la orilla, con follaje verde, arbustos de uva
playera y, más adelante, pequeños montones blancos y rosados a la orilla del
mar. Cuando llegamos, eran casi las diez y media de la mañana. Estacionamos en
el camino de tierra, nos pusimos las gorras y nos fuimos caminando con los
bultos. Llegamos hasta una sección del camino que estaba cerrada con una valla,
donde había como doce personas esperando. Papi preguntó si se podía subir. Una
señora cargada con un bulto azul gigantesco le respondió: “Se puede, pero hay
transporte; si quieren, esperen.”
Íbamos a
subir a pie, pero en esos momentos la guagua bajó. El chofer abrió las puertas y
saludó a todos los que subíamos. Cuando todo el mundo estuvo acomodado, el
chofer nos dio la bienvenida y nos dijo:
-Vamos a
subir hasta el faro de los Morrillos, allá arriba en la montaña. Queda justo
encima de aquel cerro. –Señaló el monte a lo lejos. -El tramo es corto. Yo los
dejo justo frente al faro, pero voy a virar la guagua en el borde para bajar
otra vez. Si quieren ver el precipicio de cerca, no se bajen frente al faro, quédense en la guagua y yo los paso justo por
el borde del precipicio. Yo paso lejos, pero por lo alto de la guagua, va a
parecer que estamos justo en el borde.
La señora
del bulto azul preguntó: “¿No es peligroso? Ay, yo creo que me quedo frente al
faro.” La niña que la acompañaba le dijo: “Pero titi, si no va a pasar nada. Yo
me quiero quedar a ver el precipicio.”
Atrás,
alguien comenzó a cantar: “¡Precipicio, precipicio!”.
Papi tenía
cara de que se quería quedar también frente al faro, pero me dijo: “Está bien.”
La guagua
subió por el camino polvoriento. Brincando en los asientos, le tomábamos fotos
al faro desde lejos y a la orilla del mar, a la gente y a todo lo que se
moviera. Al llegar, la guagua se detuvo frente al portón. Bajaron cinco
personas y la niña logró convencer a la tía de que se quedara. El de atrás
volvió a gritar y todos comenzamos a cantar con él: “¡Precipicio, precipicio!”.
La guagua cerró las puertas y todo el mundo aplaudió. Comenzamos a subir por la
cuesta pedregosa. El chofer nos dijo: “Péguense a ese lado.”
Todos nos
movimos al lado derecho de la guagua. Aplasté a papi contra el cristal. La
guagua pasó por el borde y todos comenzamos a gritar como locos. Parecía que flotábamos
por encima del barranco. La señora del bulto azul era la que más gritaba,
pegada contra el cristal. La guagua dio la vuelta y volvimos al faro. Todo el
mundo bajó dándole las gracias al chofer.
Ese día
visitamos el faro, caminamos por los alrededores y nos sentamos junto al precipicio
a ver las olas que chocaban contra el morrillo. Más tarde bajamos por un
sendero angosto a Playa Sucia a coger sol. Sin embargo, lo que recuerdo más de
aquel viaje es sentir cómo flotaba sobre el mar, pegado al cristal.