lunes, 9 de octubre de 2017

La guerra y la paz: de robles y de Puerto Rico

Tolstoi me está acompañando en este momento poshuracán. Por estos días le sigo el rastro a Bezújov, que vive buscando, buscando, aprendiendo. 

Hay extensa información sobre la hermandad masónica, a la que Bezújov termina perteneciendo. Algunas ceremonias e ideas místicas se explican con lujo de detalles; imagino que con el propósito de quitarle el aura de misterio, incluso siniestra, que perciben los no iniciados. Cuando Pierre y Andrei encuentran sosiego o propósito, ya sea en la religión o en actos de generosidad o sociales, me alegré con ellos. Incluso subrayé pasajes que me parecieron lúcidos o me recordaron eventos como el predicamento en el que nos encontramos ahora mismo en la Isla: muchos sin agua, sin luz y otros servicios básicos, sin comida, sin techo o sin la compañía de familiares y amigos, tratando de agarrarse a algo y esperando a que llegue un momento como este:
“Y sin él mismo saberlo, sin reconocerlo, admiró el mismo árbol que buscaba. El viejo roble transformado por completo con sus ramas cubiertas de verde oscuro, se bañaba en la luz del sol vespertino, casi inmóvil y feliz. Ya no se veían sus brazos contorsionados, ni sus excrecencias ni la desconfianza y el dolor de antes. Nuevas hojas de verde tierno habían nacido pujantes de su dura corteza centenaria. Parecía imposible que de aquella ruina germinase esta nueva vida.” (513)

sábado, 7 de octubre de 2017

La guerra y la paz, de Liev Tolstói

El corre y corre y la sed insaciable de gasolina, las filas en el supermercado y en la gasolinera y en la fábrica de hielo, los accidentes automovilísticos en las intersecciones, los embotellamientos causados por presidentes muy poco presidenciales: en medio de este conflicto climático y bélico leo La guerra y la paz de Liev Tolstói. La había comprado hacía años, una edición de Planeta traducida muy bien al español y al fin me tocó apresar el tiempo para leerla entre espera y turno, sol y linterna de baterías.
Como sucede con las novelas rusas decimonónicas, leerlas es un peregrinaje. El mío fue, bien de pie o sentada, a medio metro por hora.
La guerra y la paz presenta una serie de personajes complejos y humanos; difícil no identificarse con uno o varios. El personaje que lleva la dirección de la trama es el oficial Andrei Bolkonski, un hombre ácido, arrogante, que quiere protagonizar su propia hazaña, idealista, perfeccionista; en cierto punto siente, sin embargo, culpa por su propia inflexibilidad. Su amigo, Pierre Bezújov, es un hombre dulce y tonto, ingenuo y genial, harto de la vida que lleva, hambriento de cambios y de conocimiento. Ambos interactúan de diversas maneras con la familia Rostov, que me recordó bastante las familias de la nueva ola en Puerto Rico: adinerados, aunque no demasiado; su hogar es el centro social del vecindario. Los hijos asisten a cotillones y fiestas para jóvenes de su edad y el padre es experto en preparar fiestas y homenajes a amigos y personajes importantes. El hijo mayor, Nikólai, es un chico superficial, intenso fanboy del zar Alejandro I. Vive soñando con el momento adecuado para acercársele y demostrarle su amor y entrega patriótica con alguna hazaña completamente irreal. Va a la guerra como quien va al cine, con un inmerecido título de húsar, y lo hieren en el brazo antes de darse cuenta de que debió haberle puesto más atención al training. Natasha, su hermana, es la chica perfecta, a ojos del autor: jovencísima, vivaz, enamorada de su propio rostro, voz y figura, ingenua, sincera y espantosamente aburrida de su entorno.
La épica trama se desarrolla en varios episodios bélicos intercalados con escenas domésticas, bailes, cenas, cacería y paseos en el campo: escenarios de “paz”. Sin embargo, la frontera entre el escenario bélico y el pacífico se diluye. Un baile de sociedad, por ejemplo, se convierte en una pugna entre bandos para determinar quién es más atractivo o influyente, o quién tiene más acceso al emperador. Un lecho de muerte escenifica una batalla por determinar quién hereda las propiedades del agonizante. Un momento aparentemente romántico entre dos jóvenes que comienzan a conocerse es una emboscada para lograr una oferta de matrimonio. De manera inversa, la estructura militar le proporciona a Nikólai un refugio donde puede respirar y ordenar sus pensamientos. Andrei se siente vivo, útil, en medio de la batalla y encuentra la paz mirando el ancho cielo, a la penumbra de la muerte. Pierre también encuentra razones para seguir existiendo entre disparos de cañón y fusil; incluso vuelve a la guerra para morir heroicamente, vestido de blanco entre los soldados, que se ríen y se preguntan unos a otros de dónde salió aquel loco.

viernes, 11 de agosto de 2017

Mitos de creación: Oryx and Crake




En un tiempo remoto, desgastado por la marcha de las horas, a Margaret Atwood se la leía en escenarios específicos. Si la leías, eras un(a) fiebrú(a) de distopías, género, historia, etc. Vuela la cabeza, por cierto, leer todos los títulos de los documentos y libros que revisó para escribir. Leí Alias Grace (1996) como parte de un curso de género y luego proseguí con The Handmaid’s Tale (1985) por recomendación de una amiga. Hoy día ya ambas historias son mainstream, gracias a las nuevas series que han realizado. Acabo de leer Oryx and Crake (2003), la primera novela de una trilogía (junto a The Year of the Flood y MaddAddam), de la cual también harán una miniserie pronto. 

A grandes trazos, la historia trata sobre los alcances de la modificación genética en la sociedad, que se ha convertido en un paraíso de gratificación instantánea. Se parece un poco a The Handmaid’s Tale: el personaje principal, Jimmy, como June, está atrapado en un mundo que nunca comprendió mucho y que ahora comprende menos. Las madres de ambos, además, son activistas: la de June marcha en contra de las leyes restrictivas, la de Jimmy, en contra de la modificación genética. Aunque es irredimiblemente ignorante con respecto de la sociedad y del mundo natural, Jimmy es elegido por Crake para permanecer vivo tras el apocalipsis, tal vez porque una particularidad suya lo hace idóneo para velar por las nuevas creaciones. 

La historia recuerda los mitos de creación. Por ejemplo, el del Popol Vuh, el libro sagrado maya. Los dioses Tepeu y Gucumatz crean los animales, pero desean hacer hombres que los adoren con palabras y cánticos, de modo que prueban con distintos materiales hasta que dan con el humano adecuado. Pues Glenn, un hombre que se hace llamar Crake, tiene un dilema similar: ¿cómo y para qué crear una raza nueva? Sin embargo, más que el afán de que le canten, afirma que lo impulsa el deseo de hacer una raza pacífica, aunque su amigo, Jimmy/Snowman, no le cree. Crake, piensa Snowman, nunca ha sido humanista o pacifista ni nada que se le asemeje. Crake quiere hacer hombres que no guerreen, que no deseen, que no digieran carne (pastan y aprovechan la abundante hierba), que sean resistentes a los rayos ultravioleta e inmunes a varias enfermedades (expelen su propio repelente de insectos). Además, están programados para morir a los treinta años, así se evitan todo el rollo de envejecer. 

El relato es gracioso y oscuro. Lo recomiendo mucho.

viernes, 28 de julio de 2017

Pero volvamos a

 …La Fan, por favor. Una noche en el carro, camino a casa, escuchábamos la versión de Bunbury de la canción Frente a Frente (2009). Recordé la versión que le había hecho la banda Circo en su disco Cursi (2007) y conecté mi celular. 

Algunas canciones tienen su mímica: quien haya sido adolescente lo sabe. Ponerle mímica a una canción no da trabajo, pero el arte se encuentra en hacerlo bien, no tanto que no sea over the top, desbordado, como ponerle suficiente pega histriónica a la canción. Por ejemplo, en un show de dragas, una canción sin mímica sería impensable para una artista que se precie. Si se quiere hacerla desbordada, es válido, pero hay que recorrer todos los pasos, como La Fan. Hay que subirse a la silla y canalizar a Bunbury, reinterpretarlo con el pelo y las pantallas y los gestos y los tacos, a un nivel que, cinco años después recuerdo, sonrío y pienso: ahí iba una chica encaminada.  

Un ejemplo glorioso es Letal (Miguel Bosé) en la película Tacones Lejanos, de Almodóvar. En esta escena interpreta una canción que, en la trama, cantaba el personaje Becky del Páramo cuando era joven, quien en ese momento la ve desde el público. 



Mi parte favorita, sin embargo, es cuando la cámara toma a tres travestis de fondo, que, al hacer la mímica con el perfecto arrobo de los fans, subvierten el tono dramático de Letal: las que imitan la que imita a Becky.

La mímica, por cierto, es el germen del camp.

martes, 25 de julio de 2017

...y me tapaba la escena

subiendo los brazos, flotando en la brisa de la música. Había venido al concierto con dos amigas que la veían, se reían y decían, déjala, está en su mundo. Durante un par de canciones se trepó en la silla a riesgo de partirse el cuello (estábamos en la parte más empinada del coliseo) montada sobre tacas altísimas. Tuve que ver a Bunbury allá abajo desde el arco de sus piernas, mientras ella elevaba el dedo índice como él, se remecía el pelo, desesperada, y se quitaba los abalorios, lo señalaba allá abajo con ellos, acusadora, y se los volvía a poner, cantando sobre los tacones del desprecio.

Se sabía todas las canciones coma por coma: las de Radical Sonora, las de Héroes, incluso las que probablemente habían salido antes de que naciera, las de solista. En las canciones lentas le daba sorbos a una cerveza antes de tirarse en la silla, ambas manos en el pecho, como si agonizara, y se recogía el pelo con una garrita para volvérselo a soltar cuando le atacaba el ansia metaespectacular. 

Y me volvía a tapar la escena, pero yo la miraba, entretenida. Tenía a La Fan de Bunbury al frente. Si hubiera podido costearlo, estoy segura, se hubiera ido a la primera fila a treparse sobre alguien y tratar de tocarlo por encima de los pellizcones. No es para menos. El tipo lleva mil años cantando pero su voz es real, nada de doblaje; la banda está coordinada como un reloj. Además, como su acólita, es todo un espectáculo histriónico en vivo. 

Zoé en el Choliseo
Tres años después me pasó algo parecido a aquel arrebato musical en el concierto de Zoé. Recordé a La Fan de vuelta a casa. Cuando llega esa canción, no te importa nada. Para ella eran todas; para mí, Deja te conecto y quince o veinte más de esa banda, pero si hay que elevar el dedo como Bunbury, se hace. Si hay que gritar la letra a pulmón, se hace. Si hay que alzar los brazos y dejar que la canción salga, se hace, porque en ese momento eres como diría Larregui en su estilo barroco scifi, receptáculo orgánico de ondas melódicas. Es tu canción y sabes que la banda vino esa noche a cantártela, que ese instante tal vez no se vuelva a repetir y que mejor te olvides del celular, que hay que vivir ese momento en vivo.   

miércoles, 7 de junio de 2017

Diez años de Virides

Hoy mi blog cumple una década. ¡Uéee!

Recuerdo el primer post que realicé. El verano siempre me deprimía porque todos se iban de viaje y me aburría como ostra en mi part-time. La universidad quedaba inerte como un largo minuto de silencio, brevemente interrumpido por el día de graduación. En 2007 los blogs personales estaban en su apogeo y llevaba ya varios años con deseos de hacer uno. En 2002 conocí una muchacha canadiense que tenía un blog muy bonito, diseñado por ella, llamado Luvliness. En él colocaba unos widgets de chicas espigadas cuyo código se podía copiar y pegar en blogs o websites personale. Pero para eso había que tener compromiso: no suelo comenzar un proyecto y abandonarlo a los pocos meses. No quería comenzar un blog y relegarlo al olvido al mes.

Los tiempos han cambiado. Los blogs personales ya no son cool. La gente se ha movido a las redes sociales: sígueme en Instagram, Twitter, TikTok, o en mi canal de YouTube. Yo no tengo ninguna: no estoy ya en el rango de edad, digo, aunque para tener followers no hace falta un estar en un rango específico de edad, sino interés.


Mi blog en 2012.
Virides siempre ha sido verde (excepto la vez en que fue blanco y negro, o rojo y verde) pero en 2007 parecía un blog de botánica, porque en el encabezado colocaba flores del jardín de mi abuela. Tuve que aprender a tomar fotos: las primeras eran desenfocadas, borrosas. La primera foto que publiqué era de la cámara de mi computadora. Echando a un lado las flores y mi amor por ellas, todos los elementos formaban parte de un estilo en desarrollo: un color, unas imágenes específicas, un nombre sencillo y breve, fácil de recordar. 

Siempre he dicho que es mi bebé. Hipólito, el transeúnte que ayuda a Damiana en la primera versión de esa novela que dejé inconclusa por ahora, diría que es mi artilugio. Diez años de andar trabajando en algo te da un vínculo especial con tu creación. Lo único que no hice fueron las tabletas del encabezado. El resto: los tags, la medida de todos los elementos, la paleta de colores, el layout, el Favicon (el cuadrito verde junto a la dirección física del blog) y claro, la verborrea errática, son míos.

No creo que dure diez años más. Tal vez su propia longevidad y falta de objetivo acaben con él. Mientras tanto, seguirá aquí, y yo con él, pa quien quiera venir.    

martes, 8 de marzo de 2016

Un viaje a los morrillos



Miraba la calle, enganchado en la ventana. Hacía rato mami me había dicho que no comiera ansias, que iba a llegar pronto, pero yo no podía esperar más. Se iba a hacer tarde; ya eran las siete de la mañana. Al fin, el carro apareció por la esquina. 
-¡Ya llegó, ma!  -Fui donde ella, le di un beso de despedida y avancé corriendo hacia la puerta.
-Tu bulto, coge tu bulto.
Volví y recogí mi bulto. Mami abrió la puerta y dejó pasar a papi, que me dio un abrazo. En lo que él saludaba a mami y hablaba con ella, me fui al carro. Conecté mi ipod y puse mi disco favorito. Mi papá y yo habíamos hablado mucho de este viaje, pero no habíamos podido ir. Siempre salíamos a sitios que quedaran cerca porque él trabaja mucho en el taller; después de la semana, solo quiere descansar, pero decidió coger un par de días libres. La semana anterior me llamó y me preguntó si quería ir este fin de semana al faro de los Morrillos, en Cabo Rojo. Yo le dije “ya estoy haciendo el bulto, ¿y tú?”.
Cuando papi se montó, bajó el volumen del radio.
-Caramba, Yansel, esa música parece que me va a explotar el carro.
-Es Steve Aoki, papi, no seas charro.
Él se echó a reír y me dio un mapa.
-Toma, lee este mapa. Cuando estemos saliendo de Mayagüez, me vas a guiar.
Nos detuvimos en una panadería a desayunar y subimos a la 22. Pasamos la tienda de donas con su letrero y más adelante las montañas de Vega Alta y Vega Baja. Yo me vacilaba a papi, como siempre.
-Mira, Avenida Trío Vegabajeño, tu música.
-Bueno, lo prefiero al coro de ambulancias ese que tú oyes.
Pasamos Barceloneta, con su amplio valle. Pasamos Florida y las farmacéuticas; Hatillo, con las vacas; Arecibo y sus plantíos; Camuy, “la ciudad romántica” (y más vacas); Quebradillas y sus murales; Aguadilla y su aeropuerto; Isabela, con sus paisajes de película, Aguada, con su central Coloso y Añasco y sus picos, las playas, el sol y las nubes de salitre a lo lejos. Bajamos por la carretera número dos hasta Mayagüez. Cuando pasamos por el recinto de la universidad, papi me dijo: “mira, yo estudié ahí” y me volvió a contar de cuando se hospedaba en el pueblo y del corillo con el que cogía clases. Le avisé cuando vi la salida a Cabo Rojo, para que no se le pasara. 
 En la carretera número 100, conectamos con otra, larguísima: la 301, que pasaba cerca de fincas y de barrios rurales. No se veía la orilla del mar. Pensé que me había equivocado al leer el mapa, pero encontramos más adelante un letrero que decía “ruta para el Faro de Cabo Rojo”. Atravesamos una reserva forestal y unas salinas. Era un paisaje extraño: la orilla, con follaje verde, arbustos de uva playera y, más adelante, pequeños montones blancos y rosados a la orilla del mar. Cuando llegamos, eran casi las diez y media de la mañana. Estacionamos en el camino de tierra, nos pusimos las gorras y nos fuimos caminando con los bultos. Llegamos hasta una sección del camino que estaba cerrada con una valla, donde había como doce personas esperando. Papi preguntó si se podía subir. Una señora cargada con un bulto azul gigantesco le respondió: “Se puede, pero hay transporte; si quieren, esperen.”
Íbamos a subir a pie, pero en esos momentos la guagua bajó. El chofer abrió las puertas y saludó a todos los que subíamos. Cuando todo el mundo estuvo acomodado, el chofer nos dio la bienvenida y nos dijo:
-Vamos a subir hasta el faro de los Morrillos, allá arriba en la montaña. Queda justo encima de aquel cerro. –Señaló el monte a lo lejos. -El tramo es corto. Yo los dejo justo frente al faro, pero voy a virar la guagua en el borde para bajar otra vez. Si quieren ver el precipicio de cerca, no se bajen frente al faro,  quédense en la guagua y yo los paso justo por el borde del precipicio. Yo paso lejos, pero por lo alto de la guagua, va a parecer que estamos justo en el borde.
La señora del bulto azul preguntó: “¿No es peligroso? Ay, yo creo que me quedo frente al faro.” La niña que la acompañaba le dijo: “Pero titi, si no va a pasar nada. Yo me quiero quedar a ver el precipicio.”
Atrás, alguien comenzó a cantar: “¡Precipicio, precipicio!”.
Papi tenía cara de que se quería quedar también frente al faro, pero me dijo: “Está bien.”
La guagua subió por el camino polvoriento. Brincando en los asientos, le tomábamos fotos al faro desde lejos y a la orilla del mar, a la gente y a todo lo que se moviera. Al llegar, la guagua se detuvo frente al portón. Bajaron cinco personas y la niña logró convencer a la tía de que se quedara. El de atrás volvió a gritar y todos comenzamos a cantar con él: “¡Precipicio, precipicio!”. La guagua cerró las puertas y todo el mundo aplaudió. Comenzamos a subir por la cuesta pedregosa. El chofer nos dijo: “Péguense a ese lado.”
Todos nos movimos al lado derecho de la guagua. Aplasté a papi contra el cristal. La guagua pasó por el borde y todos comenzamos a gritar como locos. Parecía que flotábamos por encima del barranco. La señora del bulto azul era la que más gritaba, pegada contra el cristal. La guagua dio la vuelta y volvimos al faro. Todo el mundo bajó dándole las gracias al chofer.
Ese día visitamos el faro, caminamos por los alrededores y nos sentamos junto al precipicio a ver las olas que chocaban contra el morrillo. Más tarde bajamos por un sendero angosto a Playa Sucia a coger sol. Sin embargo, lo que recuerdo más de aquel viaje es sentir cómo flotaba sobre el mar, pegado al cristal.


sábado, 26 de noviembre de 2011

La señorita Geumja: Sympathy for Lady Vengeance



Hace algunos meses tuve la oportunidad de ver un estupenda película coreana, Chinjeolhan geumjassi (Sympathy for Lady Vengeance, 2005), del director Park Chan-wook. Es la parte final de una trilogía, comenzada por Boksuneun Naui Geot (Sympathy for Mr. Vengeance, 2003) y Oldeuboi (Oldboy, 2004). Lo que une a los tres proyectos no es el hilo de la historia, sino los temas, de modo que se pueden ver por separado sin que afecte la comprensión de la trama. Todas exploran los recovecos pegajosos de la culpa, la trágica posibilidad de la predestinación, las medidas desesperadas a las que a veces hay que recurrir para evitar algo peor y claro, como indican los títulos en inglés, la venganza.

El título original en coreano se puede traducir como “La señorita Geumja, de buen corazón”, quien es el foco de la historia. Geumja es una mujer enigmática con un trágico pasado. A los diecinueve se declara culpable de asesinar un niño, por lo que cumple una condena de trece años.

A lo largo de la historia se resaltan aspectos de la personalidad de esta mujer. De joven exhibe una gran inocencia, que pierde luego de manera abrupta cuando, recorriendo a la medida desesperada de la que hablaba más arriba, decide cohabitar con un maestro pedófilo. En la cárcel muestra su arrepentimiento de tal manera que los que la rodean piensan que está a punto de llegar a la santidad: le dona un riñón a una compañera, cuida de otra que padece Alzheimer. Una noche, al consolar a una de las confinadas, despuntan rayos de luz de su rostro, como una pintura de Cristo. Cada acción altruista de su parte, sin embargo, ayuda a construir poco a poco un puente entre ella y el asesino, que pasea libre sin siquiera reconocer la deuda con Geumja y con los padres de su víctima.

Nuestra anti heroína tiene un talento peculiar que nos hace empatizar con ella. Frente a una multitud de periodistas, a medida que recrea la escena del asesinato que no ha perpetrado, se toma su tiempo atando un hipotético nudo de alambre en torno a las muñecas del maniquí: da forma redonda a las orejas del lazo, y cuida de que los extremos inferiores terminen en una curva grácil. De igual manera, la pistola que manda a hacer para llevar a cabo su plan de venganza está cubierta de apliques de plata con la forma del perfil de una mujer. El soldador que hace su pistola le pregunta:

- ¿Para qué hacerle tantos adornos? Mejor tener un tiro sólido y fuerte.

Ella responde:

- Tiene que ser bonita. Todo debería ser bonito.

No por nada se hace una excelente repostera en la cárcel.

Resulta interesante, además, su afán por la limpieza, ya que esta “virtud” tradicionalmente vista como muy femenina, la ayuda a neutralizar a otra compañera de la cárcel a quien todas le temen: cuando ve que su abuso llega a niveles insostenibles, enjabona el piso para que se caiga. Mientras convalece en el hospital, va rociando con lejía la comida de la enferma, que agoniza lentamente durante un año hasta morir. Otra de las presas le comenta a Geumja, por lo bajo: “¡Murió con el estómago más limpio del mundo!”

Todo debe ser bonito en el mundo de Geumja, tan asediado por la culpa y la sed de venganza. De tan metódico, su plan también es bonito, pero también muy cruel. A nosotros, los espectadores, nos convierte en sus cómplices. Termina siendo imposible no asumir una postura; imposible comprender el lío de Geumja sin quedar en conflicto con los propios principios morales. No cuento cómo llega al asesino, ni de qué consiste el “beef” entre ambos, para no arruinar una película perfectamente balanceada entre la tragedia y el humor negro, que resulta inmensamente entretenida.

La banda sonora, compuesta de melodías del periodo barroco, le debe mucho a Vivaldi y a Paganini: para acompañar la historia de Geumja, también la música debe ser bonita.

jueves, 20 de octubre de 2011

5:50





Está oscuro con rayas
(sentencia de dos segundos),
Y las palabras se me acaban.
las palabras se me hunden
En la puerta cruzada de luz.
Las palabras se me secan y se me caen,
 se juntan, me dan calor.
Se difunden en el ahora,
en el hasta luego,
en el presente
y en el quizá, en la distancia
y en el blanco impecable del olvido.
Se me acaban.
se me enfrían entre párpado e idea.
Ya está oscuro:
un diminuto punto de luz.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Historias diferentes

Hasta hace cuatro años, no conocía nada sobre animación japonesa, fuera de algunas series de los setenta que veía cuando medía tres pies de estatura: Candy Candy, Mazinger Z, Minky Momo, etc. Más tarde, me encontré por accidente con Samurai-X, una serie fascinante, pero sumamente sangrienta, y decidí no reingresar al territorio sin un mapa. Las series más populares de la época, Sailor Moon y otras por el estilo,  no me parecían demasiado interesantes, hasta que leí sobre el director Hayao Miyazaki en una revista y decidí ver algunas de sus películas. Me resistía mucho todavía a la idea, ya que significaba salirme del comfort zone del estilo de animación de las películas norteamericanas. 

Me estaba perdiendo de algo. Al ver las películas de Miyazaki (Howl’s Moving Castle es mi preferida) me sorprendió el colorido caudal de imaginación que corre bajo la estructura de las historias, la manera en que se entreteje un mundo fantástico con elementos históricos (o pseudo históricos), leyendas, mitos y cuentos de hadas, además de la complejidad en las caracterizaciones de los personajes. Decidí explorar un poco más. 

Me encontré con el trabajo del director Satoshi Kon, que ha dirigido películas como Paprika, Millennium Actress y Perfect Blue, además de la serie Paranoia Agent. Estas historias capturaron mi atención porque son bien surrealistas. Los relatos giran hacia la interpretación de eventos, y esa relación fluida y problemática entre el mundo de la mente y lo real. El espectador no es un ente pasivo recibiendo información; debe interpretar lo visto y admitir, al final, que hay elementos en la historia que pueden bifurcar o limitar dicha interpretación. 

Millenium Actress, por ejemplo, es una historia tipo caja china: mientras vemos a una actriz japonesa retirada narrando su vida desde la comodidad de la sala de su casa, las paredes se desvanecen y sus dos interlocutores se adentran en la narración, convirtiéndose en espectadores de una gran película, que se compone tanto de escenas de su vida, como de escenas de películas que ha protagonizado, en constante barajeo. Al final, queda una interesante reflexión: el objeto del arte dice más sobre el artista, sobre sus sueños y frustraciones, que su propia biografía. La leyenda, además, revela más que la historia verificable.

La serie Paranoia Agent, por otro lado, es un thriller psicológico. Habla de lo estéril, lo fría e individualista que se ha vuelto la vida en una ciudad cualquiera, que incluso las mentes de sus ciudadanos se comienzan a fragmentar. Algunos viven en una especie de anedonia; otros, en su soledad, alucinan. Otros sospechan algo, se vigilan a sí mismos, descubren que olvidan cosas que han hecho y dicho, y la realidad los confronta con relatos de actos humillantes o terribles perpetrados por perfectos desconocidos: ellos mismos. 

Muchas de estas historias me han servido de escuelita. Sin bien no tengo problemas con lo clichoso, ya que en cierto modo me ayuda a construir sobre un terreno que tanto el lector como yo hemos pisado, me han ayudado a ver cuánto se puede prescindir de él, y cuántos nuevos elementos se pueden incorporar a una historia para hacerla más interesante y lograr que el lector desee convertirse en el elemento unificador de la historia, sin necesariamente empujarlo a ello. 

Pd: Satoshi Kon murió de cáncer de páncreas el 24 de agosto de 2010, unos días después que escribí esto. Por lo menos, nos queda su fascinante obra.

sábado, 31 de julio de 2010

Estática

Cerca el mall
cerca la plaza
cerca la ciudad nuestro ring particular.
Bocinazos pisadas música letras
pensamientos anhelos
sudorosos asfixiados
entre tu fin y mi principio
entre tu principio y mi fin.

Ocho mil personas y un papelito
en esa gran obra que te empeñas en representar.
Con razón cuando abro la boca
sólo escuchas un embotellamiento
incrustado de vidrios rotos.
Qué tal si me regalas un segundo
extravagante de sordera a todo lo demás:

Si miras por entre tus dedos
en el fin del mundo, a la izquierda
hacia el centro del corazón infinito
se cristaliza una cruz de malta
con las notas bajas de tu mirada.

martes, 23 de febrero de 2010

Ñak y el ídolo

En su largo viaje a lo largo del estrecho sendero, Ñak encontró un ídolo semisepultado entre la maleza. Parecía un objeto hecho de piedra, aunque brillaba demasiado como para estar hecho de algún material rocoso que él hubiera conocido. Reproducía una figura semejante a él, sólo que un poco más grande, en un gesto de abrazar o matar. En su mano izquierda empuñaba un afilado cuerno de marfil y en la derecha un redondo cuenco de agua.

Ñak pasó sus dedos por la superficie lisa de la imagen, porosa ya por los siglos de agua. Inmediatamente sintió una enorme atracción hacia aquel objeto. Después de verlo, nada existió que le importase más, ni siquiera la posibilidad de encontrar más adelante tierras cálidas donde cazar aves y peces, o una mujer con quien tener muchos bebés. Tomó su hacha y desyerbó alrededor del ídolo. Tomó la misma hierba seca que había apartado y se hizo un lecho al lado de la estatua.

Cada mañana, cuando se levantaba, Ñak se sentaba frente a su ídolo y lo contemplaba durante horas. Ahí se quedaba hasta el anochecer, cuando, al hacer la fogata, se acordaba de que tenía que comer y procuraba buscar algunos frutos que crecían cerca, o tal vez alguna liebre silvestre o ave que pudiera cazar sin apartarse demasiado de aquel pedazo de maleza. Bebía del agua de lluvia que caía en el cuenco del ídolo. Siempre dejaba la mitad de su comida a sus pies. Ocasionalmente pasaban a su lado otros, que como él, emigraban a tierras más cálidas en busca de alimento. El cubría su ídolo con algunas ramas para que no lo vieran. Le daba celos de que alguien posara su mirada en aquel objeto que había encontrado. Sentía que el ídolo era suyo desde mucho antes de haber comenzado a existir, y que había estado allí, oculto en la maleza, esperando a que lo desenterrara.

Una tarde, se dio cuenta de que el viento se había vuelto frío, afilado como su hacha. Sus pieles apenas le daban para conservar el calor. Hizo una enorme fogata y trató de mantenerla viva todo el día, mas no dejaba de tiritar. Sabía que pronto el viento traería agua, hielo. Buscó unas enredaderas. Trenzó una gruesa cuerda con ellas. La torció en torno al ídolo y haló para arrastrarlo consigo. Sin embargo, por más fuerza que aplicó, no pudo moverlo siquiera. Buscó unos troncos y los puso delante del rostro ausente. Trató de empujarlo hacia los troncos para hacerlo rodar, pero el ídolo parecía clavado en la tierra.

Ñak trató de moverlo de muchas maneras distintas. Trató de excavar con su hacha para sacarlo de su lugar, pero la rompió en el intento. Extenuado, se dejó caer frente a su ídolo y le pidió perdón, una y otra vez, hasta que llegaron, bramando, el hielo y la neblina. No paraba de contemplarlo, para grabarse su imagen en la cabeza y poder verlo cada vez que cerrara los ojos. Esa fría tarde aprovechó los últimos rayos del sol para cubrirlo con la yerba nuevamente. Dejó a los pies del ídolo su hacha rota y prosiguió su camino.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Hombres de madera


Para Alex, por las conversaciones

Al instante fueron hechos los maniquíes construidos de madera;
los hombres se produjeron, los hombres hablaron;
existió la humanidad en la superficie de la tierra.[…]
No tenían ni ingenio ni sabiduría […] Solamente un ensayo,
solamente una tentativa de humanidad.
--Popol Vuh


El día parece un río. El cielo está arropado de nubes desde ayer. Corren vetas de agua por los ventanales de cristal de las oficinas de los gerentes. Se anuncian inundaciones en la radio clandestina del cubículo de mi vecino.

Mi pie se siente extraño. Me dio un intenso hormigueo esta mañana y no lo he sentido desde entonces. Media hora atrás, comencé a sentir su peso con cada vez más intensidad. Dejo de teclear por un momento y halo la silla hacia atrás, inclinándome para ver mejor. En la penumbra bajo la mesa, mi pierna, desde la rodilla hasta la punta del zapato, parece estar esculpida en caoba. La toco. Paso mi mano por su superficie pulida. Es madera. Hago la prueba, le doy vueltas. Es de rosca. La saco, sintiendo un poco de orgullo por mi pierna. Cuando llegue a casa, pienso, averiguaré la manera de esculpir algo, tal vez un cenicero, o una vasija, de ella.

Pero por ahora, a trabajar. Abro otro cartapacio azul y hojeo los delgados papeles en blanco. Me distraigo por un momento con el rumor de papeles y los cuchicheos en el pasillo. Son expedientes antiguos, cuya información debo ingresar a la base de datos. Se supone que vamos año por año. Ya estamos en 1916. Nadie ha advertido aún, sin embargo, que dentro de los cartapacios, los papeles amarillentos no están. Hay papeles, pero están en blanco; las etiquetas no indican nada, las pegatinas de colores son solamente eso, pegatinas de colores, no tienen números, los sellos son círculos vacíos, sin fecha, y yo me he resignado.

Al final, decidí complacerles y aceptarlo. Admito que era algo que me desconcertaba al principio, incluso me repugnaba, pero no me van a etiquetar como inconforme, el rebelde sin causa de la compañía, sólo porque los papeles no digan nada. Tecleo, al azar, letras. Ése es mi trabajo. Luego envío de vuelta los expedientes a Archivos, para que los destruyan, y al final del día, copia del documento digitalizado por la red, a Sistemas. El supervisor de mi sección me envió un mensaje ayer, felicitándome por la calidad superior de mi mecanografía.

Esta semana me he atrasado un poco. Mi brazo se siente raro, pero debo continuar. Mi mano derecha ha cobrado un tono castaño oscuro, y resulta cada vez más difícil mover mis dedos. Eventualmente me rindo. Una voz me llama. Escondo mi brazo. Es la chica que trabaja junto a la pecera. Me atraen sus lunares muy menudos, como el reverso de las hojas de los helechos.

- La M, parte uno. -Anuncia, depositando junto a mí quince expedientes, antes de marcharse. Hace tiempo renuncié, ya no me acuerdo por qué, a la idea de invitarla a almorzar.

Mi brazo ya se siente entumecido, desde la punta del dedo corazón hasta el omóplato. Descubro con placer que puedo ir desenroscando uno a uno los dedos, la muñeca, el antebrazo, la bolita del codo. El cenicero va a quedar bastante interesante. Casi no puedo esperar a llegar a casa.

Esto debe ser lo opuesto a sentir un miembro fantasma, pienso, mientras veo que las teclas se hunden solas. Ya no siento mis dedos hundiéndolas, pero veo el teclado retractando las teclas, las letras al azar reproduciéndose por rapidez en la pantalla. Espero con ansias que mi otro brazo se entumezca y maravillosamente, así sucede. Soy testigo absorto de un teclado que casi hace música con el sonido de sus botones cuadrados, y de un ratón que se desliza, a intervalos cortos, sobre su cuadrado colchón.

-¿Terminaste la L, parte seis?

Me doy vuelta. Es mi vecino de cubículo. No sé como se llama, pero se parece increíblemente a un ventilador descompuesto. El miembro fantasma levanta los expedientes. Mi vecino parece percibir algo fuera de lugar, pero inmediatamente se enfoca en los expedientes.

- Ya te los puedes llevar. -Le digo.

Su trabajo consiste en triturar todo lo digitalizado y corregido por mi sección. Me sonríe como un niño antes de irse. Vuelvo a contemplar mi pierna izquierda. Imposible aspirar a más perfección. No sé qué tipo de madera es, pero parece ser cerezo, o tuya, mi favorita. La fibra es blanda, de ese tipo que se enriza, fragante, al filo de la cuchilla. Lámpara o no, tengo tanto material allí, que sería un crimen no utilizarlo. La desenrosco con cuidado y voy guardando mis pequeñas obras (porque son obras, obras que se me antojan inaguantablemente hermosas) en la bolsa de basura que le arranco al zafacón. Mi mente se desborda de proyectos: un pequeño curio, un diminuto cofre de madera. Un pequeño pedestal de mesa. Habrá que elegir, pienso mientras desenrosco mi cabeza, mi cuello y halo los seguros que componen mi pecho, mi caja toráxica, mis caderas. El corte limado y pulido con esmero de cada pieza indica que no es viruta, como los muebles que me rodean, sino madera de verdad, con sus vetas naturales y su milenario olor a bosque.

La antigua sensación de la piel se va transformando rápidamente en olvido. Veo los objetos impulsándose solos, oprimiéndose, combinándose unos con otros en mi escritorio, haciendo pequeños ruidos precisos a medida que voy entrando datos, cerrando cartapacios, exhumando papeles. La engrapadora muerde los recibos. Las carpetas enroscan sus hilos. Las presillas se prenden a los papeles como larvas.

Hoy en el almuerzo, supe que algo sucedería. A veces agradezco que una pesada mujer de aspecto felino me sumerja en un relato burlesco y a veces repetitivo que creo que es su vida. Hoy no fue uno de esos días. Por encima del perenne ruido de los platos y las conversaciones, me perdí entre los azules pétalos de la orquídea artificial que siempre me contempla. Parecía exhalar nubes de aliento, entre gruñidos. Me encontré, de súbito, entre los diminutos colmillos de su boca abierta. Me embargó una intensa ola de emotividad. Me contuve, sin embargo, no fuera a pensar mi monologante compañera que algo estaba mal. No podía permitir que pensara eso, mas aún cuando nada estaba mal, al contrario. El momento, aunque breve, no pudo ser más perfecto.

Usualmente tengo la mente ocupada cuando trabajo. Pienso en castigos severos para motivarme. Suena extraño, pero da resultado: termino tres cuartos de los paquetes del día antes de las tres. Hoy no pude terminar a tiempo, principalmente por estar pensando cómo saldría de allí arrastrando una pesada bolsa de partes humanas. De madera, claro, pero humanas. No hubiera podido aguantar las miradas sobre mí. Permanezco dentro del cubículo. Llegan hasta acá las conversaciones de despedida, el cotorreo liviano escurriéndose por el pasillo que conduce a los elevadores; el mismo tema: qué diluvio, que llegues bien, el estacionamiento se está inundando.

Pronto se hace silencio. Sólo se escucha el ocasional crepitar del disco de mi terminal.

Mientras veo las letras moverse solas, pienso que una parte de mí tiene miedo de que mi supervisor un día se entere de mis letras al azar, de que lea realmente lo que tecleo, pero es ridículo; si me echa a mí, tendrá que despedir a más de media compañía, porque todos hacen lo mismo. Todos teclean símbolos al azar en la sempiterna pantalla blanca y azul. Entre pequeñas risas y largas conversaciones, tan indoloras como impersonales, tejen su mentira. Hoy me apresuro a terminar mi labor del día; si no lo hago, no duermo esta noche.

Un rayo cae cerca y se lleva la electricidad, haciendo que todos los terminales se pongan a chillar como ratas. El ebanista frustrado en mí pugna por salir, antes de la hora de ponchar mis horas extra. Cedo a la tentación de apagar el terminal. Abro la bolsa, impaciente. Saco las piezas, una por una, y las voy enroscando. Descubro que mi saliva es un buen pegamento. Veo que las piezas son más escasas, y más pequeñas que cuando las enfrenté por primera vez esta mañana. Termino con prisa de ensamblar mi pequeño monumento. Apenas lo contemplo. Necesito luz, y la tarde está mucho más oscura de lo normal.

Hace un rato pegué el oído al cristal de uno de los ventanales de la sala de conferencias. El viento brama a esta altura, empuja el vidrio contra el marco y lo hace sacudirse ligeramente. Hacia abajo, la lluvia barre en espirales las vigas de cemento que se precipitan hacia el punto de fuga. El ombligo de la tierra me llama desde las líneas borrosas y paralelas del estacionamiento casi desierto. Son las siete. Lo dice el reloj digital del edificio de enfrente.

Escucho un chillido a mis espaldas, en la penumbra. Me volteo. Percibo una pequeña sombra saltando de escritorio en escritorio, virando lámparas y tirando teclados al suelo, mas comprendo. Lo comprendo como si lo hubiera visto mucho antes de comenzar a existir. Es un pequeño mono araña. El chillido se hace cada vez más persistente. Me pide salir. Me pide salir con urgencia. Tomo una silla y la lanzo contra el ventanal del cuarto de conferencias. La lluvia entra, azotando la mesa y sacudiendo la pantalla de proyección, y yo abro los ojos de repente y me doy cuenta de que he visto sin ver, he oído sin entender. La tercera dimensión se ha diluido en las primeras dos, y ahora lucha por salir. El mono araña salta de un archivo y desaparece por la ventana.

Corro hacia el pasillo escasamente iluminado, donde los rayos iluminan ocasionalmente el suelo. Las luces de emergencia comienzan a fallar. Oprimo con desesperación el botón del ascensor, mientras el sentido de urgencia se apodera de mí. Siento un rumor en el suelo, como si bajo la alfombra gris bullera una caudalosa vertiente de agua. Un presentimiento me eriza la piel. El ascensor se abre y vomita, entre chispas, una cascada de agua y abundantes enredaderas. Tropiezo, me levanto y me echo a correr, tal vez cuando lo que debería hacer es detenerme y encarar lo que se aproxima. Me detengo y me vuelvo.

Una ola cíclica, rabiosa, se traga el pasillo frente a mí.

martes, 19 de mayo de 2009

En ocasión de mayo, un poquito de lluvia


Como muchos saben, los aztecas tenían un dios para la lluvia, de nombre Tláloc, o sea, “el que barre los caminos”. Esto quería decir que si había lluvia, Tláloc estaba de buenas y limpiaba la ciudad. Si había sequía, estaba disgustado, y sus adeptos debían barrer el templo y la casa y la plaza, bailar con maraca y hacer sacrificios. Si por resultado de la lluvia, moría alguien, la mayor parte del tiempo era en nombre de un beneficio común mayor, y por consiguiente, un honor.

Con nuestro dios cristiano, sin embargo, nunca se sabe. Nos manda lluvia y nos manda sol, y las dos cosas son buenas. Permite que la gente viva y muera, y las dos cosas son buenas. Permite que nos metamos a conventos y nos arrastremos por las cunetas, y las dos cosas son buenas. Tláloc es muy verbal, muy expresivo: con entusiasmo envía huracanes porque nada lo hace más feliz que barrer los caminos y limpiar las tierras para los viajantes. A este temperamental dios nuestro, por el contrario, siempre hay que buscar excusas para su silencio o su aparente ausencia, como al miembro adicto de una relación codependiente. Podemos agradecerle con las mejores acciones, con las más expresivas palabras, los más hermosos cantos, pero nunca tendremos forma de saber si nos escucha o si le placemos. Pienso que gastamos energía de más en complacer a un dios tan reservado, al cual probablemente ni siquiera le caemos bien… siendo principalmente éste el motivo por el que a menudo, como dice mi abuela, “veo la tempestad y no me hinco”.

lunes, 9 de marzo de 2009

La chica que creía en los cuentos de hadas (cuento en verso para pasar el rato)



-Él es bien inteligente...
-Sí, es súper capaz. Dime, ¿qué va a hacer él con una nena que aún cree en cuentos de hadas?
(Escuchado al pasar)

Érase una vez un tipo
pensado por todos extremadamente capaz.
Érase una vez una chica que creía en los cuentos de hadas.
El tipo capaz se lió con una chica que se pensaba extremadamente independiente.
La de los cuentos de hadas se lió con un chico que leía sin parar en el tren.
El chico que leía sin parar en el tren perdió su celular
por tener la nariz metida en Austen,
y la chica extremadamente independiente lo encontró.
Llamó al número que decía "Mi nena".
Respondió la de los cuentos de hadas,
que por casualidad estaba cerca de la estación.
Se vieron, se sonrieron. El celular pasó de manos.
El chico que leía sin parar recibió su celular, y marcó para agradecerle.
Le gustó su voz. La invitó a su Facebook.
Un buen día se encontraron en el tren
y pasaron todo el viaje charlando sobre Austen.
La chica independiente se compró "Sense and Sensibility".
Comenzó a leerlo en el tren, en el baño, antes de ir a dormir.
El tipo capaz comenzó a escuchar disertaciones sobre Austen a la hora del desayuno.
El chico que leía sin parar se dio cuenta
de que estaba pensando demasiado en la chica independiente.
Decidió sacarla de su Facebook.
Se consiguió un vehículo, y dejó de irse por tren.
La chica independiente dejó de verlo en el tren.
Lo llamó, pero no respondió.
Lo buscó en Facebook, pero no lo encontró.
El tipo capaz, mientras tanto, no se preocupó demasiado
por la pila de libros de Austen en el cesto de la basura.
La chica independiente buscó en Facebook
a la chica que creía en los cuentos de hadas
y se hizo su amiga,
bajo el nombre del tipo capaz.
Comenzaron a escribirse sobre "Pride and Prejudice".
La chica independiente descubrió que la chica que creía en los cuentos de hadas,
como era de esperar,
adoraba a Austen, sobretodo a Mr. Darcy.
Mientras tanto, el chico que leía sin parar, tuvo que parar;
tuvo que trabajar horas extra para pagar su vehículo.
La chica que creía en los cuentos de hadas se frustraba por su ausencia
y soñaba con Mr. Darcy, eh- perdón, el tipo capaz...
Una tarde le escribió que quería verlo y que estaba pensando dejar a su nene.
La chica independiente reenvió el mensaje al chico que leía sin parar
y borró el perfil falso de Facebook.
Sola y abandonada, la chica que creía en cuentos de hadas
buscó al tipo capaz en Facebook.
Encontró al verdadero
y le envió una diatriba de insultos y reproches
con temática de literatura decimonónica.
El tipo capaz contempló su foto y le pareció una lástima
que una chica tan linda estuviera tan alucinada,
sin siquiera sospechar
que vivía con una chica que podía hacerle las vacaciones a Norman Bates.

lunes, 2 de febrero de 2009

Facebook como la caverna de Platón



Cada vez me persuado más de que una mente adelantada concibió a Facebook como una adaptación contemporánea de la alegoría de la caverna, de Platón. Esto puede ser demostrado mediante un sencillo ejercicio de sustitución.

Sujeto: Un perfil cualquiera, desde su creación, debe obedecer ciertas normas sociales para funcionar en Facebook. Quiérese decir, ver todos los perfiles que se deseen está sujeto (la mayoría de las veces) a que te inviten e incluyan en una pequeña sociedad de amigos, donde las partes llegan a un acuerdo tácito de no joderse la vida mutuamente, que comprende, pero no agota, el no sabotearse las conquistas, no hablar mal del otro y el emitir comentarios corteses y no críticos, así como corresponder, cada vez que se pueda, los regalitos. En cambio, se tiene cierto "derecho" a ver todas las paredes (walls) que se deseen y a estar constantemente actualizado de cada acontecimiento en la vida del amigo.

Las sombras proyectadas en la pared: Los mensajes que un amigo deja en el wall, leídos con sumo interés por los otros 489 amigos.

La fogata del mundo real: El más allá, de donde provienen las fotos y toda la evidencia que apunta a una vida fuera de la pantalla.

El sujeto que se levanta, rompe las cadenas y trata de rompérselas a los demás: El perfil que se desactiva por cualquier razón, sea desinterés, paranoia, o falta de tiempo. Los otros amigos se dan cuenta de la ausencia. Lo buscan. No lo encuentran. La falta provoca que redescubran la fragilidad de sus acuerdos tácitos, sus comentarios, sus alianzas, sus propias existencias cibernéticas. Por cada búsqueda infructuosa del perfil desactivado en la base de datos, Facebook se encarga de enviar al sujeto mensajes ("Someone misses you") para persuadirlo de que regrese.

domingo, 14 de diciembre de 2008

De inventario

Si un día te voltearas y miraras hacia atrás, me gustaría que encontraras:

Una silla apolillada, color hormiga, y un libro de Poe muy viejo, con ilustraciones en tinta, abierto en Berenice.

Una ventana de celaje negro y hoja de papel, de par en par, que te mostrara una ciudad rutilante de hologramas y espejos, bocinazos y quince mil pasos por minuto, desde el piso seis de tu apartamento.

Un enigma dentro de uno de los vasos de plástico que piensas desechables, alérgicamente guardado en el gabinete más recóndito de la cocina.

Un retrato desvaído sobre el armario de las películas, de rostros que no tienes ya ni idea de quiénes son o dónde están.

Una trampa de pega bajo tu nevera, polvorienta de lo que fueron alguna vez cucarachas muertas, que será removida cuando ya no estés.

Un frasco de lejía lleno de manchas de corrosión, bajo el lavamanos, enmoheciendo la madera con un anillo cuya circunferencia se amplía exponencialmente con cada sombra que pasa.

Ocho recibos rosados que nivelan la mesita donde escribes, doblados bajo una pata.

Dos labios formando un beso permanentemente lúdico, escurriéndose con lentitud por el tallado de tu puerta.



jueves, 4 de septiembre de 2008

Peeping Tom, viñetas del film



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(Se pueden escribir volúmenes de cada escena de esta película. Aquí les presento un intento de racionalizar unos pocos elementos de esta fascinante historia.)

Se encuentra en todos lados. Como un espectador de oficio (reflejo de nosotros, la audiencia), la atención no debería estar/no está enfocada en él. La pupila de nuestro protagonista se vuelve foco de placer. Refleja nuestra propia condición de espectadores. Refleja la chica de la que se ha enamorado, su vecina. La cámara es el órgano sexual del protagonista, un arma fálica y mortífera. Está fascinado con la modelo que tiene una cicatriz en la boca: la belleza convencional es común, no le interesa; la deformidad en un rostro hermoso hace el objetivo deseable.

Educación

Es la criatura de su padre. Primero fue el objetivo/víctima, cuando era niño, y su padre trató de filmar su proceso de crecimiento. El padre le compra su primera cámara, y lo filma con ella. Luego, él filma a su padre. Siendo una especie de "lente original", el padre es imposible de enfocar con nitidez, justamente como si se tratara de identificar el punto inicial en un túnel que formaran dos espejos, uno frente al otro.

Primicias

Tiene tres primicias de contacto con el sexo opuesto: la prostituta, la chica de la boca cortada y la invitación que hace a su vecina para que suba a su apartamento. Las tres tienen, a su vez, contacto con la muerte. La prostituta termina muerta, la modelo de la boca cortada ha estado en peligro y la vecina, como él más adelante afirma, si el la ve asustada, va a querer completar la tarea...

Especular

Se enamora de la vecina porque reconoce en ella algo de sí mismo: tiene cierta ingenuidad que los hace cómplices. Ella se atreve a asomarse por la ventana por donde él fisgonea su fiesta de cumpleaños. Se atreve a subir al altillo donde vive para conversar con él. Se atreve a permitir que él la escrutine con sus ojos redondos. Se atreve a insinuarle que podrían tener una cita, y cuando él se lo propone, le pide que deje su cámara en casa. Caminando con él por la calle, se detiene a contemplar una mujer quitándose unas medias, y le demuestra que es un acto que pueden compartir.

Fisgón

El ojo se coloca constantemente en sitios ocultos, incómodos: sobre un letrero, detrás de unas escaleras, tras celosías de encaje. Estás en el lente, detrás de los espejos, donde no se supone que estés. Esta posición se contrapone a la oscuridad del cuarto de proyección, donde el personaje principal ve una y otra vez las películas caseras de su infancia y las que hace en su adultez. Hay escenas, que al verlas, causan incomodidad por su proximidad a lo desconocido, a lo freaky, lo extraño; hay escenas que son insoportables, precisamente porque no se pueden ver. Para él, peor que ver demasiado, sería no poder ver, porque no podría reconocer la proximidad de la propia muerte.

jueves, 5 de junio de 2008

Conejos invisibles


“Well, you've heard the expression 'His face would stop a clock'? Well, Harvey - can look at your clock and stop it. And you can go anywhere you like - with anyone you like - and stay as long as you like -- and when you get back – not one minute will have ticked by.”
-Dowd, Harvey (1950)

Recientemente vi la película Harvey (1950). Esta comedia de errores protagonizada por James Stewart, trata sobre un hombre, Elwood P. Dowd, que tiene una gran amistad con un conejo invisible que mide seis pies y se llama Harvey. Dowd es un señor muy simpático y civilizado; quien lo encuentre en su camino tendrá siempre su tarjeta de presentación y Harvey le será presentado sin demora. La mayoría de la gente se desconcierta y huye de él, pero a Dowd no parece importarle demasiado.

El conejo es un “pooka”; un espíritu de la mitología celta (¿les suena Puck, de A Midsummer Night's Dream?) cuyo pasatiempo es hacer bromas y travesuras. Dowd acostumbra detenerse en un bar a tomarse un martini con Harvey y a conocer gente. Muchas personas se allegan a este bar, cada una con un rollo personal más grande que la anterior, e inevitablemente se forman discusiones sobre quién la está pasando peor. No obstante, cuando Dowd presenta a Harvey, todos quedan mudos, y Dowd piensa que es por la envidia que le tienen. Aparte de posar como condición mental, Harvey puede predecir el futuro, e incluso detener el tiempo. Esta aptitud provoca una de las escenas más atractivas (a mi juicio) de la película, cuando un psiquiatra le confía a Dowd cómo le gustaría que Harvey detuviera el tiempo para él. En lo personal, veo a Harvey como un recordatorio de los "paquetes" (relaciones personales, estados mentales, tics) que acostumbramos a llevar y de cierta manera nos excluyen del grupo de la "gente normal" donde siempre aspiramos a pertenecer. El bulto que acostumbramos, por acuerdo tácito, a ignorar: está ahí, te lo veo, pero lo voy a pasar por alto porque no es admisible en la sociedad civilizada.

Por otra parte, Donnie Darko (2001) es una película con Jake Gyllenhaal en la que el protagonista ve un conejo humanoide, Frank, que le predice que el mundo acabará en 28 días. Donnie Darko es un pastiche de cultura pop y ciencia ficción, donde Harvey parece inspirar una pequeña porción de la trama por antítesis. Mientras en Harvey, Dowd es un “loco inofensivo”, educado hasta la saciedad, versado en las más oscuras reglas de etiqueta, y su conejo imaginario es abrazablemente cute, en Donnie Darko, Donnie es un chico psicótico, ridiculizado por sus compañeros de clase, y su conejo es trágicamente realista. No la contaré por si no la han visto, pero recomiendo que vean una y después la otra. Ambas exploran un poco los toppings del existencialismo, cada cual a su manera.

Por cierto, aunque aún no veo mi conejo, pienso que se parece al heraldo de la reina de corazones, siempre apurado, mirando el reloj.

lunes, 21 de abril de 2008

360

Primero, silencio.
Un cuadrado violáceo unido en punta a otro azul
formando un 90x4 exacto
de un glorioso azul eléctrico.

Primero, silencio.
Un leve rumor de hojas.
Hojas de sonido que se afina como cuchillas
hasta llegar a la exactitud
que circunda el golpe de un cimbal contra otro.

Primero, silencio.
El azul eléctrico -parecido al cielo nocturno
ocho minutos antes de las ocho-
se enciende en grietas claras de luz
y comienza su propio consumo en lenta retirada.

Primero silencio, antes del ligero movimiento inicial.